miércoles, 4 de julio de 2012

EL BARRIL DE DIOS



EL GRAN COLISIONADOR DE HADRONES 
ACELERÓ EL VIAJE HACIA EL BARRIL DE DIOS
A propósito de la conmoción por el bosón de Higgs y la obra de Rolando Peña

¿Hubo un jardín o fue el jardín un sueño?
J. L. Borges

Si hay un asunto cada vez más inquietante para los seres humanos es la pregunta sobre la realidad. Lo es porque nos encontramos en un siglo donde  tenemos menos seguridades y más preguntas. Porque el avance del conocimiento nos ha lanzado hacia un cosmos donde nuestras referencias están condicionadas en gran medida por los códigos que nos hacen humanos y quizá ya hiper-humanos: el lenguaje, lo digital, lo mediático y lo estético. También, por la transformación que ha sufrido nuestro modo de percepción y producción cultural: vivimos en la era de lo trans, lo multi, lo cyborg, lo participativo, lo performancial, lo apropiado, lo reciclado, lo aumentado o reducido y todo aquello que pueda ser simulacro. Y, fundamentalmente, porque los avances científicos nos han conducido a espacios de nuestra existencia inimaginados siglos atrás.
Hoy la Organización Europea para la Investigación Nuclear (CERN) ha presentado un resultado apasionante: los experimentos ATLAS y CMS develaron la presencia de una nueva partícula que puede ser el bosón de Higgs o partícula de Dios como la llamó el físico Leon Lederman.  Fabiola Gianotti, vocero de ATLAS, lo anunció de esta forma: “We observe in our data clear signs of a new particle, at the level of 5 sigma, in the mass region around 126 GeV. The outstanding performance of the LHC and ATLAS and the huge efforts of many people have brought us to this exciting stage”.  La emoción frente a semejante avance es porque de confirmarse el descubrimiento en los trabajos que realizarán durante los próximos meses estaríamos, en palabras del astrofísico del IVIC Claudio Mendoza, sujetos a la posibilidad de que el Modelo Estándar de la Materia quede establecido firmemente. Para Rolf Heuer, director del CERN, con este paso han descubierto nada menos que “un hito en la comprensión de la naturaleza”.  
Desde la última década del siglo XX el maestro Rolando Peña ha trabajado con ahínco este tema junto al científico Claudio Mendoza. Lo ha hecho siguiendo la propuesta iconográfica que extrajo del petróleo en los años 80. De sus investigaciones y proceso creativo han salido las obras El modelo estándar de la materia: tributo al siglo XXRuptura espontánea de la simetría: El Barril de Dios y Dark Energy: tributo a Albert Einstein. Cada una de ellas inmersas en el prodigioso laberinto de la mecánica cuántica, cuya complejidad llevó al premio Nobel norteamericano Richard P. Feynman a decir: “creo que puedo afirmar con seguridad que nadie entiende la mecánica cuántica“.
 El modelo estándar de la materia: tributo al siglo XX, como toda la obra de Rolando, es una estructura dinámica de relaciones entre la ciencia y el arte. Ahí se cruzan el conocimiento del “siglo de la física” con los formatos y modos de expresión del arte contemporáneo, todo unificado por lo digital, lo multimedia e interactivo. Podemos encontrarla en las instalaciones que ha realizado, el catálogo, el video y las conferencias; en realidad se trata de un environment interdisciplinario donde no podemos marcar fronteras absolutas. En la obra hay memoria, comprensión del presente e intuición del futuro, sin embargo todo esto no es presentado en una relación causa-efecto sino como la multiplicación de sus posibilidades estéticas y del conocimiento que nos permiten abordar nuestra comprensión de la realidad. Al sumergirnos en ella  entramos en el espacio de la representación experimental contemporánea y en la composición de la materia esencial de la existencia, en la función de las partículas elementales de la estructura del universo, en las fórmulas que nos revelan el comportamiento de la energía y en las nuevas escalas de comprensión de la realidad.    
Dark Energy: tributo a Albert Einstein, por su parte, tuvo como contexto el año 2005, declarado por la ONU Año internacional de la física. La energía oscura, el big-bang, la ruptura espontánea de la simetría, la constante cosmológica y la antigravedad entre otras complejas disquisiciones de la ciencia constituyen el campo de investigación visual de Rolando Peña en esta serie. La comprensión de la formación, geometría y expansión del universo activan, en la obra, la exploración del discurso digital de lo que hoy entendemos como New Media Art. En consecuencia, lo digital más que un soporte para el video, el interactivo y las reproducciones es el lenguaje que le corresponde, es la condición natural de todo lo  expresado en ese entramado de relaciones estéticas. De ahí que la física no es una invitada del arte, ni el arte un invitado de la física. Cada uno de ellos es el espacio inevitable del discurso de Rolando y de una condición que es propia del siglo XXI.
 Ruptura espontánea de la simetría: El Barril de Dios es anterior a Dark Energy: tributo a Albert Einstein. Esta obra aborda las relaciones simetría-asimetría del universo, las complejidades de la diversidad y el mecanismo elaborado por Peter Higgs en el contexto del descubrimiento de nuevas partículas elementales, nuevas fuerzas y nuevos campos en la física del siglo XX. Está intitulada a partir de lo que conmociona hoy el escenario científico mundial: el posible descubrimiento del bosón de Higgs al que Rolando llamó El Barril de Dios. En sí mismo el nombre de este trabajo, producido en el contexto digital tecnológico que adoptó el artista, es un gesto que avala su condición de discurso contemporáneo.  Aquí la metáfora más que una apropiación es una construcción por layers. ¿Qué quiere decir esto? Justamente que estamos frente a una comprensión multidimensional y no bidimensional como corresponde a nuestro pensamiento actual. La iconografía de Rolando, que como ya mencioné tiene su origen en el imaginario mismo de la energía, se superpone por capas a la estructura invisible del universo real para hacérnosla evidente desde el arte. Estas capas que se superponer unas a otras, como ocurre en los software de edición de imagen pero que aquí son discursivas, provienen de la multiplicidad de ideas, conceptos, estilos, voces, planteamientos y lecturas que han sido restituidos en la propuesta creativa: las preguntas por la realidad, la mecánica cuántica, el New Media Art, las miradas del artista hechas a la obra de Leonardo, Velásquez, Warhol y otros maestros, y las investigaciones con Claudio Mendoza entre otras. En su superposición los layers no pierden ni su integridad ni su transparencia, no desaparecen unos en los otros; en verdad van acoplándose de forma tridimensional en expansión hacia múltiples preguntas, problemas y posibilidades que la obra nos ofrece. Eso hace que en medio de este revuelo mundial causado por las investigaciones del CERN podamos volver a Ruptura espontánea de la simetría: El Barril de Dios. Eso hace contemporáneo a lo contemporáneo, hace arte a un discurso que cada vez tiene menos de acento en la representación y más en el asombro y el conocimiento. Como corresponde a todo aquello que no puede ser dejado atrás. 






martes, 12 de junio de 2012

CARACAS DE NOCHE




LA FOTOGRAFÍA, CARACAS DE NOCHE Y EL GRAFITI:
UNA REALIDAD ARGUMENTADA

Sobre la mirada y el estilo se ha dicho suficiente. Sobre quien mira y el registro levantado por esa experiencia también. Sin embargo, sobre la trama donde todo esto ocurre nunca encontraremos argumentos suficientes para cerrar un debate. Y el asunto no es que sea difícil llegar a un pacto a través del cual logremos acordar puntos de vista. Es que la idea de fijar un punto de vista, una perspectiva, un panorama absoluto resulta en sí misma una quimera.  El problema, no obstante, es anterior a las preguntas por el sujeto que mira: ¿quién busca?  ¿Quién registra? ¿Quién interpreta? Por esa razón debemos retrocederlo hacia la profundidad de la siguiente afirmación: eso a lo cual nuestro entendimiento ha llamado realidad —o para los que trabajamos con la imagen: referente de la representación— es, sin duda, un tejido de relaciones en permanente metamorfosis.  Esto quiere decir que la realidad no es estable, no es un dominio sólido y nunca está enmarcada en dimensiones definidas.  Por lo tanto, una imagen de la realidad no es un registro de la verdad, no es lo que atesoramos de un tiempo pasado, no es un inventario de lo permanente ni la huella soberana de un individuo. Una imagen es todo lo contrario: la imposibilidad de registrar la verdad, de atesorar la certeza de un momento pasado y el rastro indefinible de una persona. Si esto es así, ¿a qué llamamos fotografiar?
La fotografía, como todo proceso de comunicación visual, es primero un ejercicio de observación. Por lo tanto, presupone un movimiento de intervención sobre la realidad. Observar, sin duda, es interferir, interactuar y afectar. La acción de fotografiar estimula, en muchos casos, una maniobra invasiva. No en una sola dirección sino en muchas. Lo fotográfico disemina en la vida cotidiana un despliegue de historias que nunca son originales, excluyentes o aisladas. Siempre son alternativas. ¿Qué quiere decir esto? Primero que una imagen no es una verdad infranqueable sino una red de argumentos posibles. Segundo que una representación visual es, a la vez, la suma de todos los destinos y todos los orígenes que pueden tener esos argumentos.  Esta idea la extraigo de los experimentos de Feynman en física cuántica y de la siguiente premisa que sobre el tema Hawking y Mlodinow explican en su libro El gran diseño: “para un sistema general, la probabilidad de cualquier observación está construida a partir de todas las posibles historias que podrían haber conducido a dicha observación”.  Por supuesto, en su aplicación fotográfica nos alejamos de la física y nos adentramos metafóricamente en los problemas de la representación contemporánea.

Caracas de noche: trayectorias alternativas 
            Adriana Loureiro elaboró durante años un ensayo fotográfico titulado Caracas de noche: un diario fotográfico sobre el grafiti y la ciudad. Yo tuve la suerte de llegar hasta él. Este trabajo está compuesto por setenta y seis imágenes que hallamos sumergidas en tres espacios. Ellos, aunque son diferentes, están destinados a fundirse sin poder evitarlo: la ciudad, la noche y el grafiti: ¿tres realidades o tres discursos sobre la realidad? Para responder voy a partir de la disquisición ya hecha sobre la fotografía párrafos arriba a situar mi reflexión mucho antes de la pregunta por el sujeto. Y, desde ahí, voy a atreverme a realizar la siguiente afirmación: es necesario ponderarlos como tres argumentos. Cada uno de ellos elaborados por una mirada que no fija ni conquista: en realidad navega.
La noche, la ciudad y el grafiti, en la serie de imágenes que nos ocupa, son activados por la acción de fotografiar. Lo fotográfico, en sí mismo, no le pertenece ni al objeto mirado ni a la representación posteriormente expuesta. No es un lugar ni un sistema. Es aquello que yace circulando en ese espacio donde no reinan el referente o la imagen; el mundo de los objetos o la fotografía. Esa condición que llamamos lo fotográfico es, a la vez, lo que circula y el lugar donde lo hace. Por lo tanto, podemos apreciarlo como una acción que no abandona nunca su estado inicial, es decir, su posibilidad de hacer.  Es, en este sentido, un conjunto de funciones y todo lo que puede ser dicho sobre ellas. Por lo cual, lo fotográfico es la manifestación de un tipo de realidad: una realidad argumentada. Eso es lo que percibimos en el trabajo de Adriana.
            La ciudad, sumida en esa condición, es una forma y a la vez una inferencia. A ella le pertenece la arquitectura fragmentada de los estratos sociales, la publicidad parasitaria que etiqueta todo en la calle, la luz del final de la tarde y la artificialidad de la iluminación eléctrica cuando el sol se ha ido, los caminantes y los autos apreciados como entorno. Ella está comentada por la disposición de los encuadres, el discurso de la luz y todos los efectos de la técnica seleccionados por el fotógrafo. También, la ciudad es reciclada, reinterpretada y elaborada por la acción de los grafiteros: una suerte de daimones que dejan marcas sobre marcas en su tránsito hacia ninguna dirección. Seres-simulacro cuyo lenguaje, tiempo y velocidad contrastan con el del resto de los ciudadanos. Lo urbano es, en las fotografías, todo eso que nos refiere a dimensiones, coordenadas y materias y, también, aquello deviene en discurso: lo recorrido, lo mirado, lo marcado y lo expuesto.
La noche, por su parte, es el tiempo cronológico habitado por los ciudadanos: sus horarios, sus ritmos y las metas establecidas en las urgencias cotidianas. Asimismo, es la ficción engendrada por la técnica fotográfica, los gestos y los cuerpos de los grafiteros; también la simbología de las manchas que dejan sobre las calles y las avenidas. Es la suma de lo visto y lo sugerido, lo encontrado y lo restituido. Es lo que circula ahí y el sistema que lo hace circular desde la cultura visual. La noche, por lo tanto, es una forma y un argumento escenográfico. Es aquello capaz de lanzarnos hacia la Caracas grafiteada de nuestra vida cotidiana y retrocedernos hacia argumentos fílmicos restituidos en las imágenes: Blade Runner, Dark City, Batman Begins y Apocalypse Now entre otros.
El grafiti, finalmente, es el código ofuscado de toda la ficción que Adriana Loureiro nos despliega y a la vez la liberación del espacio del lenguaje visual. Es, desde lo críptico de su sistema expresivo, de donde emergen los argumentos que proponen un mundo alternativo. Un lenguaje donde la ficción es capaz de dotarse con su propia estructura argumental, donde el referente es en sí mismo el conjunto simbólico de las formas que percibimos. Desde el grafiti lo fotográfico se constituye como una suerte de realidad argumentada. Los códigos —el aka, las firmas, las máscaras, sus sombras, el spray, las rutinas, las modas, los gestos, los tipos de cuerpo y las formas de negar el cuerpo—desplegados por esos seres nocturnales que recorren, en un tiempo y ritmo distintos a los nuestros las calles y las avenidas, dan forma y argumento a esa realidad.

La suma de todos los destinos y todos los orígenes
            La ciudad no comienza ni termina en el trabajo de Adriana Loureiro. No lo hace porque cada fotografía nos abre a un destino que modifica los otros. La mirada afecta el espacio y propicia la suma de todas las alternativas que pueden ser narradas una y otra vez ahí. A diferencia de lo que muchos puedan apreciar, yo sostengo que no hay inframundo ni underground absoluto en esta serie fotográfica. En verdad hay otro tipo de laberinto. Uno que no está arriba ni debajo de algo y comienza cada vez que volteas hacia un lado. Ahí no hay héroe, hay escritura. No hay historia, hay argumentos. No hay sistema, hay habla. Esta última es la producida por todo aquello que se mueve en la noche. Es el efecto del ojo fotográfico que navega y adopta la mirada de las gárgolas, el viaje de las sombras, la aparición de los daimones, las cualidades de la luz, la incertidumbre de los espacios y los cambios de velocidad. Por eso, la geometría de la realidad en Caracas de noche: un diario fotográfico sobre el grafiti y la ciudad es similar a la que Borges describe en Tlön: “La base de la geometría visual es la superficie, no el punto. Esta geometría desconoce las paralelas y declara que el hombre que se desplaza modifica las formas que lo circundan”.
            La realidad argumentada en este ensayo fotográfico no es un sistema ni una totalidad. Cuando me referí a un laberinto que comienza en cada cruce no es porque hay una estructura que en su despliegue siempre es igual a sí misma y por eso nos confunde. Es debido a que, como un laberinto cuántico, el presente y el pasado de nuestra acción es indefinido. Por eso, aquí la fotografía no es historia sino despliegue. Como en la multiplicación azarosa de las marcas urbanas las imágenes elaboran la ficción de esa Caracas nocturna. Ciudad que no es una autonomía sino un espectro de posibilidades. Esto nos indica, si miramos una vez más desde el universo de Borges, que Adriana ha hecho un trabajo similar  al de los metafísicos de Tlön; ellos en sus investigaciones “no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro”.



















                               SITE DE ADRIANA LOUREIRO


















miércoles, 16 de mayo de 2012

Paladares





PALADARES
la cocina gráfica en el cartel de Santiago Pol


                                            "lo que fue/ sobrevivía/ tercamente/ en sus papilas gustativas"
                                                                                                                                          Lena Yau 

La identidad de los símbolos gráficos está generalmente asociada a impresiones sensitivas. El gusto es parte esencial de ese discurso. Comer trasciende la misión natural de alimentarse: es conocimiento, una mejor forma de aprehender otras culturas. Cocinar es más que procesar alimentos, está asociado a creatividad. Freír, sazonar, mezclar u hornear la imagen hace del trabajo creativo una suerte de proceso alquímico. Unir opuestos y complementarios, establecer tensiones cromáticas, enfrentar objetos disímiles y hornear las ideas son parte de la creación de la imagen. El diseñador no estaría, entonces, muy lejos del cocinero. Ambos manipulan sustancias para producir formas, sensaciones y opiniones.
El mensaje insinuado a través de la comida no es un discurso racional. Sabores, texturas y olores provocan un choque en los sentidos del comensal. Los alimentos en los carteles persiguen un resultado similar. Por ello habla Pol de “olfato visual”. También pudiésemos agregar paladar gráfico o alimentación cromática a la relación visual diseñador-cartel-espectador. El uso de víveres y objetos culinarios como propuesta gráfica alude a lo nutritivo de la imagen. Comer y mirar son complementos así como ilustrar y cocinar prácticas creativas. 
Hemos establecido como una condición en la obra de Pol que el orden y el origen de los iconos están firmemente asociados a las impresiones sensitivas. En el caso de estos carteles se trata del gusto y quizá, como semiosis, del olfato. Consumir visualmente la cultura para luego representarla implica un trabajo de investigación. Sin embargo, la desabrida erudición de los tratados tendría muy poco que aportar al artista gráfico en este sentido. La sazón de una mezcla visual no puede encontrarse en otro lugar que no sea la experiencia, eso le otorga un cierto carácter hedonista, en la propuesta de Santiago Pol, al trabajo del diseño. Además, es una forma de convidar a la comunicación por una vía donde los estímulos, los deseos y las apetencias tienen la palabra. Comer es comunicarse y también comunidad. Es reunirse cultural y familiarmente alrededor de la mesa para intercambiar sabores, colores, amores y calores. Semejante idea le sirvió a Pol para representar a México a través del chile en Nuevo México. Cine y Video Contemporáneo:  un cartel elaborado con una gran economía de recursos pero con un mensaje de gran contundencia. Se trata de tres chiles con los colores de la bandera mexicana —rojo, blanco y verde— colocados uno junto al otro. El rojo y el verde están cruzados por los orificios propios de la cinta cinematográfica.
También hay una importante alusión culinaria en el cartel para la Expo Shanghai 2010. En un círculo casi mandálico, cuatro manos sostienen un pincel occidental y uno oriental; un tenedor y un par de palitos chinos. Alimentación y creatividad, cocina y artes gráficas. Lo visual y lo nutritivo conjugan un idioma universal donde las distintas culturas convergen.
No son esos los únicos ejemplos de la fértil unión entre la vista y el gusto. Lo tenemos, también, presente en el cartel de la muestra Olfato Visual en el Museo Cruz-Diez. Ahí un ojo es frito como un huevo en un sartén soportando las altas temperaturas y los altos contrastes cromáticos propuestos en el diseño. Amarillo, violeta y rojo —dos primarios y un secundario— conviven violentamente en el centro del sartén. Verde, amarillo y naranja —dos secundarios y un complementario— suavizan los bordes y crean, junto al rojo, una atmósfera de sensaciones placenteras detrás del objeto.
Además, esa relación entre lo visual y lo olfativo, está presente en Affiches Vènèzueliènnes, un cartel modular donde la unión de dos carteles muestra un par de huevos fritos que sugieren dos ojos.
Es frecuente la aparición de esta iconografía culinaria cuando le ha tocado graficar eventos donde es mostrada su obra. Puede ser una forma de servir la mesa para los comensales de la imagen gráfica o, quizá, se trata de una forma de compartir su misteriosa receta para la creatividad. 


























martes, 17 de abril de 2012

Abrasiones




LAS ABRASIONES DE VÍCTOR HUGO IRAZÁBAL
La realidad en los objetos y los objetos en la realidad

“Yo quiero convocar los opuestos y ponerlos a convivir”
Víctor Hugo Irazábal


“El espíritu no está en el Yo, sino entre Yo y Tú”
Martín Buber

            El punto es la huella que ha quedado luego de una acción. Es el rastro primero de una voluntad expresiva ejercida sobre una superficie. Donde esta marca aparece hubo un gesto y habrá una conexión, o al menos, la promesa de que ésta ocurra. El instante donde es producido puede ser el inicio de una repetición que al volver una y otra vez sobre la materia afectada produce cambios, induce a nuevas lecturas, configura nuevos paisajes. El punto, entonces, es también un principio de la abrasión que remite a etapas muy anteriores en el proceso creativo: el pensamiento, la meditación o el deseo. Lo es, por igual, en los fenómenos de la naturaleza y en los usos humanos: las gotas caen del cielo y van afectando pacientemente a la roca, los dedos de los fieles tocan y se deslizan sobre la imagen sagrada provocando nuevas depresiones en el volumen del objeto, la mano del artesano apoya la herramienta sobre el material elegido y la desliza hasta transformarlo, las palabras van horadando discursos anteriores y el tacto del lector desgasta en su roce las páginas de un libro. Todo gesto, no obstante, es una modificación del espacio y una actualización del tiempo. La naturaleza hace su trabajo y nosotros actuamos en él; siempre con la fantasía de querer situarnos aparte cuando, en realidad, no estamos haciendo otra cosa que cumplir el mandato de la existencia: modificar, mutar, actuar.
            La cultura contemporánea le ha otorgado énfasis a los pequeños gestos. Después de siglos abrumados —que también fascinados— por los grandes discursos, la vida diaria —cambiante, simple y compleja, rutinaria— ha despertado una curiosidad enorme en los artistas. Salir, convocar, provocar, invadir el mundo fuera de las instituciones se ha hecho indispensable. Nikos Papastergiadis (2008:364) en su ensayo Spatial Aesthetics: Rethinking The Contemporary afirma: “Artists stretch the boundaries of their practice by defining their context and strategies in paradoxes. Museums without walls. Cities as laboratories. Living archives. Walking narratives. These slogans are now common in the art world”. Pareciera que este es un fenómeno propio de las ciudades. Sin embargo, ¿cómo se lo puede entender lejos de la conciencia urbana? ¿Cómo un artista sumergido en huellas ancestrales de la naturaleza y de nuestras culturas precolombinas es contemporáneo desde esa perspectiva? ¿Cuál es el lugar y el tiempo de los gestos ancestrales que el artista reclama para un imaginario del presente?
            Víctor Hugo Irazábal presentó durante el 2011 una muestra que aborda ciertos puntos de estas preguntas. Ahí vimos Abrasiones, Lavapuntos y una instalación de carácter efímero elaborada con fibras de Chiqui-chiqui de la Palma Piassaba (Atalea funifera). No son tres cosas distintas y por ello estuvieron unidas en una muestra en la Galería Parenthesis Arte Contemporáneo del Centro de Arte Los Galpones bajo el nombre de la primera. Sin embargo, sí eran un sistema complejo, no lineal y por lo tanto asimétrico como ya es costumbre en el artista. Margarita D’Amico (1987) en un texto de 1987 para el Papel Literario del diario El Nacional ya había trazado una ruta interpretativa en este sentido sobre su trabajo:

“Dorfles habla de la asimetría, la desarmonía, la falta de ritmo, los elementos desequilibrantes (no confundir falta de armonía con desorden, aclara) que caracterizan el arte actual y los califica como nuevas «no-constantes» estéticas. Dice que eso está bien, es normal, puesto que todo tiende hacia lo asimétrico, comenzando por la constitución física y psíquica del hombre, nuestro cerebro dividido en dos hemisferios, la fisiología del sistema nervioso, los mecanismos de ideas y conocimientos, los dobles en la mitología, en fin, todo tiende hacia lo asimétrico. Dorfles sostiene que actualmente, en medio de tantos lenguajes, hay una recuperación de lo imaginario, lo irracional, los ritos, mitos y magias. El trabajo de VHI encaja perfectamente en las reflexiones de Gillo Dorfles sobre arte contemporáneo, comenzando por lo de asimetría”.  

La totalidad de lo asociado en Abrasiones, entonces, tensa muchas disquisiciones válidas para pugnar con los problemas del arte de este siglo: indefinible, sin ubicación, desproporcionado y a veces tan invisible como cercano a la vida diaria de los seres humanos.

 Cosmos en red
            La fibra de Chiqui-chiqui, abundante en el Amazonas, es una sustancia que ha tomado infinidad de formas en la vida diaria de los habitantes de la selva. Ha producido objetos funcionales y expresiones discursivas. Desde siempre alimentó las funciones de la vida diaria de las culturas precolombinas. Era el techo que cubría la casa de los indios de la etnia Curripaco y los filamentos de las escobas que barrían el piso. También el componente de las sogas usadas por los navegantes para conectar el barco con el fondo del mar y con la tierra. Es un material usualmente convertido en contenedor que recibe objetos de arriba cuando es cesta o se posa sobre la cabeza cuando es sombrero. Es una línea y, a la vez, una multiplicación. Así lo percibimos en el mural efímero realizado por Víctor Hugo Irazábal en la muestra. Ahí es un dibujo y una estructura, una red y una galaxia y, sobre todo, un espacio estético de infinitas posibilidades: no comienza y no termina; sólo despliega su fuerza expresiva sin darnos señales de un límite posible.
Sobre la pared blanca la composición de puntos negros de vinilo y las fibras desplegadas en distintas direcciones y densidades elaboraban un sistema complejo. Pero, como toda complejidad pensada con agudeza, es originado a partir de un principio compositivo simple: el punto y la línea, el nodo y la red. Dos elementos capaces de provocar muchas lecturas y realidades. Esta estructura del mural une y envuelve. Su gestalt es tanto la del ser humano primitivo como la del contemporáneo: un cosmos sin centro y en expansión tanto en el universo que habitamos como en la conciencia que nos habita. Algo aparentemente primitivo. No obstante, tiene su origen en la selva profunda y, sin embargo, pertenece naturalmente a nuestra escala de percepción en el siglo XXI.
Marshall McLuhan aclaró con mucha certeza que la conciencia fragmentaria de las culturas primitivas estaba de vuelta entre nosotros desde el inicio de la era eléctrica. Lo electrónico —y su despliegue prodigioso en la realidad virtual— ha acentuado este fenómeno. Entonces, una red, que es también un cosmos, se ha convertido en el espacio que reconocemos como nuestra realidad tanto como lo hacían nuestros antepasados. En esa estructura el artista ha sido capaz de volcar la realidad que él ha comprendido. Ahí circula toda la experiencia que acumuló en la Amazonia mientras creaba su imaginario: un mundo metafórico que promete al observador situarlo ante un sistema visual abierto.
El juego compositivo de la trama de fibras y puntos de vinilo adquiere, entonces, valor en la práctica simultánea de todas las relaciones que ocurren al estar expuesta: la selva y la tecnología, la experiencia del artista y la percepción del espectador, el vinilo y la fibra, las historias recordadas en la tradición y aquellas que suscita. Al igual que ocurre en el Amazonas y en el universo que la astrofísica nos ha develado hasta el momento: no hay en la estructura de la pieza centro alguno. Por eso, nos es dado afirmar que se trata de una densidad en un transcurso de expansión hacia todos lados. Es, asimismo, un instante condenado a terminar como ocurre con todos los gestos. El mural no está hecho para permanecer y, aún así, todo aquello que fue capaz de relacionar en el momento de ser pensado, creado, expuesto y explorado continúa por el solo hecho de haber existido.

Fricción expresiva
En la abrasión, tanto en su aspecto conceptual como en el técnico, es por igual importante el resultado y el gesto. Las huellas sobre la superficie no son fenómenos distintos de las fuerzas empleadas en su creación. El pensamiento, la intención y el deseo que movilizan un cuerpo a lijar, limar o raspar una materia contra otra continúan, inclusive, en la mirada “friccionadora” de quien observa el resultado final. Asimismo, nos es dado afirmar que podemos valorar en la fricción, con igual estima, los lenguajes restituidos que el proceso creativo ha provocado en la acción: mitos, estéticas, políticas, historias íntimas, filosofías o voces literarias que vibran a la vez. 
La fricción expresiva —así me atrevo a llamar a todo este proceso—en la obra de Irazábal es una conexión múltiple de fuerzas, discursos, materiales y experiencias. La unión es importante, sin embargo, la metáfora es lo realmente revelador. Porque aquello que se ha encontrado en la superficie de las piezas no está ahí por naturaleza sino por elaboración. Pero, como muchas obras de arte contemporáneo, es un oximorón tridimensional: está formado por las dos secciones de los cuadros que se extienden a los lados — una junto a la otra en su  tensa dicotomía entre la luz y la oscuridad, lo gráfico y la abstracción, o bien entre la línea y el punto— y las capas conceptuales —y por lo tanto virtuales— que son multiplicadas hacia delante y hacia atrás. Por ello, sus relaciones son envolventes.  A diferencia de la gramática lineal de la modernidad aquí tenemos una expansión de la materia —que pudiésemos llamar cósmica— y el concepto que conecta la conciencia antigua del mundo precolombino con el zeitgeist postmoderno.
Para Víctor Hugo Irazábal “la abrasión, conceptualmente, está relacionada con el antagonismo. Pero es que el mundo es así, la vida es así: son las circunstancias que juntan un elemento con otro y los obligan a convivir”. En su obra las circunstancias no son una memoria sino un acontecer. Esto quiere decir que el detonante de esa convivencia permanece vibrando en la inestabilidad de los puntos, las manchas, las texturas, los olores y las líneas que alimentan la composición. Aquí no hay una gramática y tampoco una casualidad. Lo primero está ausente porque no hay un pensamiento anterior donde el artista reconozca un mandato y un orden absoluto. Pero, tampoco hay casualidad porque lo que ha llegado ahí está sostenido por la experiencia del fenómeno estético. No es el artista como individuo lo que encontramos en las abrasiones, se trata del arte como problema y comunicación. El cuadro es una tridimensionalidad que expande en capas hacia delante y hacia atrás el sentido de su existencia: ¿dónde comienza? ¿Dónde puede terminar? Los límites hacia ambos lados han de extenderse hasta los tiempos míticos del dios Amalivaca enseñando a los tamanacos el arte de los primeros petroglifos, o bien, hacia el pensamiento complejo contemporáneo. De las piedras del Amazonas rozando unas contra otras hacia la pintura de automóviles trabajada por el artista en las obras.
La abrasión, en este caso, no es una mixtura de opacidades. Es, en realidad, un juego de acoplamientos retóricos y conceptuales; también de acciones, experiencias y emociones reunidas. La fuerza abrasiva hace transparentes las capas que han sido adjuntadas por el proceso combinado de relaciones aglomeradas unas contra otras. No tienen prevalencia, se yuxtaponen como ocurre cuando encendemos todos los “layers” de una imagen en los software de edición gráfica.

Puntos arrastrados en línea
            ¿Qué ocurre en un proceso alquímico —que también semiótico— cuando insertamos una materia en su opuesto? C.G. Jung (1982:99) nos dice sobre semejante encuentro que “las dualidades significan, en el fondo, sí y no, los opuestos incompatibles que, empero, deben mantenerse juntos si el equilibrio de la vida ha de conservarse”. Por su parte, el alquimista Hermes Trimegisto, en la Tabla Esmeralda, inicia sus reflexiones de la siguiente forma: “Lo que está abajo es como lo que está arriba y lo que está arriba es como lo que está abajo, para hacer milagros de una sola cosa” (Arola, 2008:51).  Unir lo contrario es convocar un principio universal no manifiesto a la simplicidad cotidiana de nuestra consciencia y nuestros sentidos. De ahí que todo equilibrio sea prodigioso y todo milagro una revelación inesperada. El artista del siglo XXI —que en sus acciones desbordadas hacia todos los espacios y direcciones trabaja con elementos impensables siglos atrás— continúa preservando ese principio hermético del alquimista. Víctor Hugo Irazábal no es una excepción y Lavapuntos nos lo demuestra.
        El trabajo cotidiano de las lavanderas a las orillas del río es, en sí mismo, un acto de transformación de la materia: de lo seco a lo mojado, de lo sucio a lo limpio y así otras relaciones más. Un trabajo que conlleva exprimir, estrujar, mortificar la materia, golpear la piedra y sumergir en el río entre otras cosas. En todo ello el artista reconoce una acción cotidiana que tiene un dejo de ritual y belleza. Su intervención provoca que todas esas relaciones que están ocurriendo ahí se conviertan en evento creativo. La interferencia cambia el naturalismo en obra puesto que la voluntad del que conoce, del que mira desde el laboratorio creativo —que está en su experiencia— vuelven esa naturaleza en alquimia, en arte, en una producción semiótica de significados antes impensados.
            Insertar la larga tela de puntos en el trabajo de las lavanderas y la cámara para registrar todo lo que ocurre es suficiente para que aparezca lo que hoy reconocemos como una obra. De nuevo las relaciones entre la línea y el punto —opuestos que se complementan— proponen los signos de ese discurso que es la experiencia estética. La tela une la tierra y el río en la labor de las mujeres que la restriegan y la mueven. También en la extensión de su apropiación metafórica de los espacios al desplegarse en las mesas, las cortinas, los cubrecamas y el colador de café del rancho junto al río. Y de ahí hasta las aguas bañadas por el sol donde las indias la sumergen. Su ondulación negra de puntos blancos sobre las aguas oscuras genera sobre la línea del río burbujas de aire que son, a su vez, puntos. La cámara registra con intención y propone una mirada que es, también, una semiosis de lo que está ocurriendo. Se crea un nuevo signo, aparece una acción que reúne elementos dispares para ofrecernos un resultado milagroso: el río vuelve a ser mito, el trabajo de las mujeres transforma una acción cotidiana en una interpretación, la cámara elabora la metáfora de todo aquello que luego llegó a las manos del espectador en una pequeña caja con el video, la tela y el catálogo. Un pequeño laboratorio alquímico para que la acción no se detuviese en el tiempo ni en el espacio.  


Instalación de carácter efímero elaborada con fibras de Chiqui-chiqui 
Lavapuntos

Hika. Mixta sobre MDF.




REFERENCIAS
Arola, R. (2008). Alquimia y religión. Los símbolos herméticos del siglo XVII. Madrid, España: Siruela.
D'Amico, M. (1987, Noviembre 8). Duraznos al cadmio. El Nacional, Papel Literario.
Jung, C.G. (1982). Formaciones de lo Inconsciente. Barcelona, España: Paidos. 
Papastergiadis, N. (2008). Spatial Aesthetics: Rethinking the Contemporary. En: Antinomies of Art and Culture.  USA: Fuke University Press. 

lunes, 12 de marzo de 2012

Joyas Vivas




Joyas Vivas
Fotografías del patrimonio escultórico del Cementerio General del Sur

El objeto desempeña un papel dramático, es de pies a cabeza un actor en la medida en que desbarata cualquier simple funcionalidad. Y por ese motivo me interesa.
Jean Baudrillard

La “muerte viva” es aquella que permanece en el discurso humano con su carga cultural; referida a una trascendencia y a una tradición. Es la que continúa, como símbolo, vinculándonos a nuestra existencia y no a nuestra desaparición. Es, a la vez, el salvoconducto que nos permite el ritual de “pasar a mejor vida”. Sin embargo, no es un misterio señalar que eso se ha perdido en nuestra sociedad serializada, apurada y sumida en la hipertecnología. Hoy la muerte está escondida tras las cifras de las estadísticas oficiales o se encuentra distanciada gracias al escándalo de las noticias de sucesos, la cirugía plástica, la moda y todo el sistema mitológico de nuestro mundo espectacular.
Volver al Cementerio General del Sur —o bien a “tierra de Jugo” como nos indica Jesús Caviglia, en el libro Joyas Vivas, que le denominaban nuestros antepasados al camposanto del oeste de Caracas—, a observar y registrar el patrimonio escultórico que ahí permanece, ¿es un retorno a esa “muerte viva" o es un ejercicio de añoranza? Yo diría que el haber hecho este libro es un acto ritual en tres direcciones. La primera está asociada al reencuentro asombroso con el imaginario de la muerte que la sociedad caraqueña tenía en el siglo XIX y principios del XX: el significado de las imágenes custodias de las tumbas, sus expresiones patéticas y piadosas, la tradición religiosa que les da sentido, la marca social implícita en sus dimensiones y materiales, la dignidad del muerto y la tradición de la familia, lo que fue silenciado y todo aquello que comenzó a ser dicho. La segunda nos remite a la historia del arte en Venezuela: sus autores y los estilos, los delirios neoclásicos de Guzmán Blanco, la búsqueda de identidad y estructura a través de las formas bellas y correctas, y el carácter cosmopolita de una ciudad en reconstrucción. Finalmente, el tercero está en la fotografía: el ojo y el pensamiento que registran no una historia sino un mapa de la sensibilidad, del detalle y la comprensión del espacio. La fotografía reúne la posibilidad de mirar desde el presente y conectar con esas condiciones que en el pasado le dieron sentido a las esculturas. Es una relación que nos seduce. Se trata de una mirada del presente, que nunca intenta engañarnos, capaz de revelarnos la presencia de una cultura hoy desconocida y las señas del tiempo transcurrido. No hay nostalgia; estamos frente a una mirada seducida por el arte y el tiempo. 
           Las fotografías de Orlando Monteleone en Joyas Vivas nos remiten más a un ritual de la vida que a una memoria de la muerte. Las imágenes prodigiosas recogidas en este libro cumplen aún el cometido de reunir, en un espacio estético, a los presentes y a los ausentes. Lo seguirán haciendo sin importar el abandono al que puedan llegar a estar sometidas. Esas tumbas han sido el lugar de descanso para los fallecidos y, a la vez, han acogido con elegancia a los visitantes. Son el espacio del difunto y, también, de la familia y de toda la cultura que los reúne en la vida y en la muerte. Apreciarlo en este bello libro es detenernos, estéticamente, una vez más en la idea de que vivir debería incluir “una buena muerte”.