miércoles, 20 de abril de 2011

F.G. Lorca


EL PROCESO ALQUÍMICO DEL ALMA EN LA CIUDAD


A Jaime López-Sanz


            Por la temática y la forma de abordar el lenguaje, así como por la estructura y el ritmo interior de los poemas, Poeta en Nueva York parece un territorio ajeno dentro de la poesía de Federico García Lorca. La vinculación de su poética con el paisaje andaluz y los territorios de lo jondo, del alma ancestral de España, pareciera quebrarse en este libro o tomar caminos distintos a los que venía recorriendo. Ya sus metáforas no elaboran  únicamente las imágenes a partir de su tierra y del alma profunda de las razas que en ella convergen. Ahora transitan formas concretas de lo moderno, estructuras impregnadas con el agua turbia de la ciudad. Los poemas se desencadenan en el  encuentro del alma con una  masa  solidificada y determinada; con un sitio ya del todo concreto y de concreto, que no transporta historia sino a lo sumo modas. Y no se trata de que la Andalucía de sus otros libros no sea un lugar preciso, sino que  lo es como tierra de honduras y duende. Nueva York, en cambio, es límite rotundo, forma sin juego, concreción, encierro, superficie y mecanicidad. Prueba tremenda para el alma del que viene de lejos.
            Poeta en Nueva York se nos muestra en principio como la unión o mezcla de alma y ciudad, produciendo ciertos cambios, desviaciones, alteraciones y reacciones anímicas que desencadenan procesos y visiones extraños o bizarros en la poesía de García Lorca. El encuentro del poeta con la urbe norteamericana no se trata simplemente de un llegar y formar parte de ella, de su paisaje, o de los hombres que la habitan. Ni siquiera podemos decir Federico García Lorca en Nueva York [i]. Es Poeta en Nueva York, y reiterar el título es importante para sentir que antes de abrir el libro ya hay un algo de impacto, de extrañeza, de un cierto sentimiento que nos hace sospechar elementos que se unen en una combinación más bien forzada, violenta, incómoda; pero no casual.
            El acercamiento, el acecho de esos dos componentes del título del libro, uno concreto y fijo -la ciudad, que no da clima propicio- y el otro múltiple y ubicuo -el alma, que sin embargo no se evade-, llama la atención cuando surgen las preguntas: ¿Por qué Poeta en Nueva York? ¿Y por qué Nueva York en 1929? Pudo haberse tratado de París, capital del surrealismo y las vanguardias, o de cualquier otra ciudad algo más dispuesta para el encuentro con la poesía y el alma telúrica de Lorca. Claro que Nueva York formaba ya parte de los territorios de la poesía del siglo XX, pero el título del libro se nos antoja deliberadamente apoético (nada metafórico ni surrealista), como si anunciara más bien un diario o un reportaje de estadía.
            El título del poemario, entonces, nos lleva a pensar en una posible jugada, en una paradoja, en una ironía. Está claro que existe alguna razón en la biografía de García Lorca que de cuenta del por qué viajó a esa ciudad. Sin embargo, se puede decir que tampoco para el poeta queda muy clara su decisión: Estoy en Madrid dos días para ultimar unas cosas y en seguida salgo para París-Londres, y allí embarcaré a Nueva York. ¿Te sorprende? A mí también me sorprende. Yo estoy muerto de risa por esta decisión. (...) Nueva York me parece horrible, pero por eso mismo me voy allí....[ii]. Muerto de risa: pareciera que va a esa ciudad al encuentro de lo horrible, como si esto le fuera necesario -según suele suceder en la tradición española, donde lo horrible y lo grotesco juegan un papel tan importante[iii]-  y aún risible.  
            Por lo tanto aquí lo fundamental, más allá de lo biográfico, es sentir cómo en estos textos se percibe un cierto lazo, un destino cuyas razones son muy herméticas, pero las cuales no dejan de hacernos descubrir la existencia de un hilo anterior que determina el paso de un elemento por el otro. Tal sensación lleva a pensar que aquella reunión -entre el poeta y la gran urbe-, no es producto de una casualidad sin motivación alguna por más que al hombre García Lorca lo sorprenda su decisión de ir a Nueva York.
El contacto de esas dos entidades que se ajuntan, el poeta con su oscuro personal de un lado y lo horrible de la ciudad por otro, pareciera necesario para extraer o llamar con ello a otros posibles principios, o tal vez para tentar alguna metamorfosis que no pertenece directamente al cambio o transformación de una de las dos partes específicamente, sino más bien al nacimiento, formación o producción de corredores laterales, híbridos, y de asociaciones grotescas derivadas de dicha mezcla. Más bien asuntos del alma, tareas del poeta y no del sujeto biográfico.
            El poeta, desde siempre, ha sido un ser conectado con el alma. Su encuentro con la realidad en la poesía viene acompañado de una introspección que lo coloca en relación con una memoria y una videncia de la cual surgen sensaciones e imágenes básicas y primitivas. Primitivas por supuesto en el sentido de primigenio, de primero, de lo inicial, y por lo tanto, de lo elemental. Su contacto con ellas se realiza por la vía del juego ritual con las palabras. Así como la danza y su repetición infinita llevan al sufí por los caminos de la iluminación, el poeta llega a la poesía mediante su danza con el lenguaje. La repetición o ejercicio con lo mismo busca en lo profundo y tantea  el terreno de lo hondo para provocar la salida de las imágenes y los daimones. Como acto ritual, se persigue en la reiteración actualizar un tiempo remoto, inicial, más allá del cronológico y ligado a los orígenes.
            El dónde se está situado, el espacio en el cual se va a producir la iniciación y el culto, es tan importante como el proceso interior desencadenado por el juego ritual. Por supuesto que el espacio no es sólo la forma geométrica, el continente. La ciudad es también un cosmos lleno de relaciones complejas y seres extraños. Ese territorio no es únicamente el espacio físico, exterior; es el lugar interior y exterior de la poesía, el cual le puede ser cónsono o extraño, compatible o incompatible, pero que siempre implica la posibilidad de un vínculo, de algo que los asocie, así se trate de un choque.
            En Poeta en Nueva York, la relación entre el poeta y el lugar se produce por la vía de la lucha, de la carne asediada, de las sensaciones urgidas. Si la poesía de Federico García Lorca siempre nos deja la impresión de estar ante un animal herido, en este libro el animal se vuelve denso, impreca y se retuerce en mutaciones casi arqueológicas.
             La fusión de los dos elementos; alma y ciudad, y los laberintos y deformaciones que de ello salen, son engendrados en este caso por contacto directo. Ni el poeta ni la ciudad tienen aquí un terreno mediador, una cultura o tradición común que les facilite encontrarse. Esta vez el ritual no se da en un espacio y tiempo transhumano o interior. El sitio, el témenos donde se va a celebrar el oficio, la iniciación, es aquí el centro mundial de las finanzas, de las comunicaciones, del progreso tecnológico, del tiempo medido y lineal; el lugar más propicio dado un siglo tan desalmado, diría Eliade; el más riesgoso para el alma, ese donde lo sagrado ha quedado desplazado por lo secular y material. Ahora el poeta no sólo viaja y se alimenta de su memoria individual y colectiva, de la tierra y de su raza. El poeta es aquí un ser sumergido en los suburbios urbanos, recorriendo los pasillos caóticos de las calles y avenidas exteriores, que van a ser los de su misma creación:

            Pero hay que salir a la ciudad y vencerla, no se puede uno entregar a las reacciones líricas sin haberse rozado con las personas de las avenidas y con la baraja de hombres de todo el mundo.[iv]

           Por supuesto que la ciudad no es espacio exclusivo de este libro (ni de este poeta), ya él mismo la había tenido como territorio:

Sevilla es una torre
llena de arqueros finos
Sevilla para herir
Córdoba para morir
Una ciudad que acecha
largos ritmos,
y los enrosca
como laberintos
como tallos de parra
encendidos...[v]                                   

            Pero el caso que nos ocupa es distinto: Nueva York no es cualquier ciudad, tampoco lo son Sevilla, Córdoba o Granada, pero la primera es la metrópolis por excelencia, la urbe en que tal vez se siente más profundamente lo que es la modernidad o en todo caso lo que es el siglo XX:

París y Londres son dos pueblecitos, si se comparan con esta Babilonia trepidante y
enloquecedora.[vi]
           
             Como espacio, Nueva York se encuentra constituida por formas sólidas, gigantescas, delimitadas, sincronizadas. Su estructura de guettos se combina con su universalidad, con esa poderosa afluencia de razas que caminan por una misma calle sin unirse, sin mirarse y a veces sin hablar siquiera un idioma común. Todo y todas las cosas pareciera que se hallan ahí, sólo que a manera de seres sonámbulos guiados por sus contenidos inmediatos, separados entre sí e inmersos en su propia alma. Aparentemente cada cual es indiferente al otro, dando la impresión de que los seres y las cosas siguen su curso prefijado, medido, unificado, sin dejar ninguna huella profunda sobre algún lugar. Es un conglomerado de construcciones suprahumanas habitadas por hormigueantes multitudes de seres, extraños y ajenos unos de otros y del lugar mismo: una actividad inconsciente. Se llega, entonces, a massa confusa, y ya, por vía de la alquimia, se comienza a entrever por qué el poeta, el ser del alma, requiere hacerse de lo horrible urbano. El hecho es arquetípico, y lo fijó Baudelaire en la modernidad:


En los sinuosos pliegues de las viejas ciudades
Donde incluso el horror tiene algo seductor,
Yo acecho, conducido por mis turbios humores,
A estos seres decrépitos, llenos de extraño encanto[vii]                                      
           
Pero es que lo lírico, recordemos con Jaeger, se inició en la polis como algo impropio y sin embargo necesario.

... La vida cotidiana de los ciudadanos, en toda su amplitud, permanece necesariamente inaccesible a la elevación poética. (Sin embargo), (...)  el espíritu de la polis griega halló su expresión, primero en la poesía y, luego, en la prosa. (...) La abierta expresión de las ideas propias del poeta  presupone siempre la polis y su estructura social.[viii]

            Lírica y ciudad se requieren, según eso, como dos fenómenos encontrados que se tratan entre sí con recíproca hosquedad. Pero de la polis griega a la ciudad moderna mucho ha crecido la aspereza que caracteriza arquetípicamente a ese trato.
 Los marcados contornos de la gran urbe, hijos de la llamada madurez de la razón humana, son ahora forzosamente los lugares del poeta y el poeta es el lugar de la ciudad: He dicho “un poeta en Nueva York”, y he debido decir “Nueva York en un poeta”[ix]. Ahí poeta y ciudad se unen, pero sin acoplarse, no son dos piezas de un rompecabezas prefiguradas para convivir, son dos elementos que dolorosamente se fusionan en una violenta fragua. Esa unión es agresiva porque la ciudad moderna como estructura excluye al poeta en la misma medida en que niega al alma. Una ciudad sin poesía. ¿Es posible no extraviarse en ella o no enloquecer? La exclusión del alma de las calles deja a los seres sin un sentido claro. No hay una sensación de arraigo o de pertenencia, sólo se deambula o se cumplen tareas. Entonces el ser no se encuentra situado en una topografía que lo define, lo afirma y lo refiere a algo universal. No, el hombre en la ciudad sin poesía, no es un ser situado sino sitiado, amenazado por las máquinas y el vacío. La  poesía y el alma hacen las referencias, el lugar y los pasajes vivos de lo urbano. Hacen del habitante urbano el lugar móvil de las imágenes. Por lo tanto, la fusión del alma con la urbe en estos poemas no es una cópula, es más bien una dolorosa violación donde ambos son violador y víctima. Y es en ese momento cuando comienzan las transformaciones y combinaciones grotescas de imágenes que van a producir la extraña poesía de este libro.
             La ciudad empieza a transitar por la visión, los juegos y las memorias del poeta. El poeta recorre las calles, percibe los hombres, las formas, los olores y el lugar que va a  transformarse en su interior y su exterior:

...Nada más poético y terrible que la lucha de los rascacielos con el cielo que los cubre.[x]

            Si lo terrible era para Rilke el abrazo amoroso del Ángel (Todo Ángel es terrible)[xi], en la Norteamérica encontrada por Lorca, las imágenes poéticas no obedecían a tradición religiosa alguna, sino a una mitología titánica, de los orígenes crudos, de los comienzos anteriores al cosmos, una mitología sin rito ni cuerpo maleable. Rascacielos luchando con el cielo, eso es lo terrible para García Lorca (y también lo poético). 
            Una vez ya producida la inmersión en esa mitología terrible, en ese cuerpo a cuerpo cuasi goyesco[xii], comienzan a funcionar los mecanismos que alimentan la imagen, la vía por la cual se va a producir la reacción de una materia primera o primordial:

La impresión de que aquel inmenso mundo no tiene raíz, os capta a los pocos días de llegar y comprendéis de manera perfecta cómo el vidente Edgar Poe tuvo que abrazarse a lo misterioso y al hervor cordial de la embriaguez en aquel mundo.
Yo, solo y errante, evocaba mi infancia de esta manera....[xiii]

            Y ahí está  la clave del proceso, la primera antagonía: mundo sin raíz, piso infértil, sobre el cual transitará un hombre que si algo tiene son raíces. La ciudad del siglo XX es símbolo de progreso y de poder. Es el centro desde el cual se inicia la expansión del hombre hacia todos los demás ámbitos del universo. Pero esa cara tiene un reverso y cuando se le voltea encontramos, paradójicamente,  un lugar de encierro.
            El pensamiento moderno busca lo ilimitado, la posibilidad de dominar todo, sin un principio natural que lo detenga. Las barreras geográficas y del conocimiento en general parecieran le son efímeras, lo cual da la sensación de infinitud y de no haber una ley universal, entidad o dios capaz de separar lo posible de lo imposible. La medida es la razón del hombre y ésta se hace de cualquier valor relativo cuando se persigue un fin. El resultado es la industrialización y trivialización de la naturaleza y del alma humana. Lo sagrado parece no tener importancia.
            El titanismo moderno ha borrando de plano la pregunta por lo inconmovible. Todo es relativo, el punto de referencia desde el cual se aborda una hipótesis es aquel donde cada quien se encuentra. La capacidad de exploración se ha hecho ilimitada, por lo tanto preguntarse por aquello que es duradero pareciera no tener utilidad alguna. Importa el hoy, el ahora y el potencial de producción.
            Todo el progreso alcanzado a partir de la Ilustración; los avances industriales, comunicacionales, políticos y mecánicos de la ciudad parecieran haber establecido lo que frecuentemente llegó a pensarse como una edad madura de la humanidad. Una era que, además, minimizó la visión sagrada de la naturaleza. El intercambio y la relación con lo divino y lo misterioso fueron sustituidos por una constante necesidad de dominio y perfección individual expresada por fenómenos como el anhelo fáustico, el hombre nuevo o el superhombre.
            La metrópolis no es un ámbito del alma, aunque de modo paradójico, pareciera llamarla desde su escindido reverso. Lo no material, bien sean dioses, fuerzas interiores, espíritus de la tierra, demonios, naturaleza (como una entidad trascendental), o todo aquello que a partir del cientificismo ha recibido la denominación de manifestaciones del espíritu primitivo, pareciera no tener cabida en aquel lugar. Sin embargo, cada movimiento del ser humano hacia la razón absoluta y las formas exteriores y superficiales, da la impresión de no generar más que la formación de un vacío propicio a llenarse con esas formas oscuras negadas a priori. La ilusión de que se ha frenado la totalidad de esa memoria ancestral, interior o inconsciente del hombre, encerrándola en arrabales, fórmulas y logaritmos, inevitablemente tiende a derrumbarse al comenzar ella a surgir a través de fuentes, vías laterales y caminos deformados. Literalmente, patologías colectivas, pasiones sin ley. Pero pasiones, pathos: expresiones del alma.
            Poeta en Nueva York deja manar en cada poema algo de esa fuerza interior que la ciudad ha tratado de sepultar, pero que se encuentra ahí, respirando como un animal violento, y que logra proyectarse por la vía de los instintos oscuros y las secreciones (como lo indican algunos títulos de los poemas): Nocturno del Hueco, Paisaje de la Multitud que Vomita, Paisaje de la Multitud que Orina.
             Hay pues una fuente interior en la urbe y los seres que la habitan. Pero ya no es limpia, ahora es una cañería. Lo que sale de adentro, de abajo, es el caldo de ese hueco, de ese vacío donde pululan los seres bizarros de Nueva York. Las secreciones expulsadas no son fruto del placer ascético u orgiástico, son producto de la saturación, de la acumulación de información y de materiales orgánicos procesados y en estado de descomposición. No hay posibilidad de digerir ya que no hay tiempo; el resultado es basura y putrefacción.
            En la mezcla derivada del encuentro de sustancias, potencias y elementos, como luz y oscuridad, infertilidad y mundo hueco, secreciones y cuerpos aparentemente sin alma, pareciera esconderse parte de un instinto primitivo, de algo que recorre las entrañas de los barrios como un animal oscuro, de cañería, y que no deja de ser naturaleza. Lorca pareciera haber intuido la presencia de esa alma animal[xiv] en la ciudad. Sintió esa fuerza; esos demonios encerrados por el progreso tecnológico pero que están ahí, en lo velado, en el anonimato.
            El poderío tecnológico ha negado toda posibilidad de existencia a partir de  alma y muerte. Pero a su pesar, aquello que pertenece a los ámbitos de lo dionisíaco, cuando se le trata de suprimir vuelve en forma de locura[xv].
            El poeta que ha llegado a Nueva York, es un ser proveniente de la  esfera de lo dionisíaco. Andalucía es tierra de Bromio y por lo tanto esa es la  visión del poeta. Visión  que lleva por dentro y por fuera. Es  la forma en que su poesía va a acercarse a la ciudad a través de la  máscara.
            El rito, la danza, la muerte y el teatro se asocian con las formas de lo caricaturesco, de los ritmos perturbados y multiformes que se mueven en la interioridad de cada poema de este libro.
            La formación de lo monstruoso que produce la mirada de la máscara se une al infértil y sucio panorama de la metrópolis. Pero hay otra corriente, un río subterráneo que asocia lo grotesco y lo dionisíaco a la ciudad y a sus gritos interiores. Está allí, en la calle, en algunos seres que por ella deambulan. Es posiblemente el punto donde realmente converge, aunque de forma extraña, la ciudad con el poeta; más allá de los edificios, los pobladores y los paisajes deformes. Es el único asidero del alma que encuentra Federico García Lorca en Nueva York: los negros.

Es preciso cruzar los puentes
y llegar al rubor negro
para que el perfume de pulmón
nos golpee las sienes con su vestido
de caliente piña. 



[i]Aunque él así lo estima: Un poeta que soy yo. “Poeta en Nueva York. Conferencia dictada por Federico García Lorca en la residencia de estudiantes de Madrid”. En: Federico García Lorca. Poeta en Nueva York. Madrid, Edit Espasa Calpe, 1993. p. 167.
[ii] “Carta de Federico García Lorca a Carlos Morla Lynch. a principios de junio de 1929”. En: Obras Completas.  Madrid, ed Aguilar, 1991. p. 991.
[iii]Kayser no vacila en afirmar que España ha dado siempre muestras de una aptitud especial para lo grotesco. En: Jaime López-Sanz.  Goya y Pan: La visión de la Caverna. Caracas, Museo de Bellas Artes, 1988. p. 231.
[iv] Lorca. Lectura..., p. 170.
[v]Federico García Lorca. ”Sevilla”. En: Antología Poética. Barcelona, ed Orbis, 1988. p. 35.
[vi] “Carta enviada por Federico García Lorca a su familia (junio de 1929)”. En: Obras Completas. T.III. México, ed Aguilar, 1991. p. 821. 
[vii]Charles, Baudelaire. Las Flores del Mal. Colombia, ed. Oveja Negra, 1984. p. 113.  
[viii]Werner Jaeger. Paideia. México, F.C.E., 1962. p. 118.
[ix] Lorca. Lectura..., p. 167.
[x] Ibid.. p. 169.
[xi]¿Quién pues, si yo gritara, me escucharía desde los / órdenes/ angélicos? E  incluso suponiendo que un ángel me / apretara/  de pronto contra su corazón, el peso/ de su presencia me mataría. Porque lo hermoso es/  apenas /el comienzo de lo terrible.... Rainer María Rilke. Elegía de Duino. Caracas, Monte Avila ed, 1991. p. 16. 
[xii] Ese duelo de rascacielos con el cielo, esa lucha brutal, es como la visión de una Gigantomaquia, que nos recuerda  el Duelo a garrotazos de Goya. Para  Jaime López-Sanz .( Ob. Cit. p. 229),  esas energías en conflicto se presentan a manera de una Psicomaquia como Gigantomaquia. Es decir, el grotesco trasmitido por la imagen permite el encuentro con la sombra.
[xiii]García Lorca. Ob.Cit. p. 169.
[xiv]La expresión alma animal no es aquí tomada de la tradición filosófica que se remonta al menos a Aristóteles, sino en conexión con la ciudad tal como  la plantea James Hillman: el apetito por lo primordial busca lo totalmente diferente, una belleza ajena, como el despliegue del alma animal que no ha sido adornada por la civilización En: La Cultura y el Alma Animal. Caracas, Fundación Polar, 1994. p. 56.
[xv]Lento, pero seguro, llega el poder de los dioses: endereza a los mortales que honran la iniquidad y no ensalzan a los dioses con mente insensata. Acechan hábilmente el tardo paso del tiempo y persiguen al impío. Porque no se debe conocer y practicar nada mejor que las tradiciones.  Eurípides. “ Las Bacantes”. En: Tragedias. Barcelona, ed Bruguera, 1980, p. 121.