domingo, 26 de septiembre de 2010

Oswaldo Vigas



Oswaldo Vigas
“Lo mío no es la estética sino la emoción”
Fragmentos de una entrevista hecha en el año 2006

Nació el 4 de agosto de 1926 en Valencia y salió del anonimato muy joven. “Desde la adolescencia, inclusive un poquito antes, ya era un personaje público. En el colegio donde estudiaba me ocupaba del teatro y actuaba todo el tiempo”.  “En 1942 el Ateneo de Valencia hizo una exposición y gané el primer premio. Entonces les pedí exponer solo. Nadie me conocía, yo usaba pantalones cortos. En la época uno no se ponía pantalones largos hasta los 17 ó 18 años. En septiembre expuse y vendí casi todo. A Arturo Machado, encargado de recoger el dinero, los bolsillos se le caían porque pagaban con fuerte. Él vendía los cuadritos a 20, 40 y 60 bolívares. Eso era mucho dinero para mí”.

Se graduó de médico pero le ha dedicado su vida al arte. Ha trabajado pintura, escultura, tapicería y cerámica. Su obra ha sido expuesta en los más prestigiosos museos y galerías del mundo. Participó en las Bienales de Venecia y Sao Paulo. Ganó en 1952 el Premio Nacional de Artes Plásticas, el Premio John Boulton y el Premio Arturo Michelena. El Ministerio de Cultura y de la Francofonía lo nombró Chevalier de  L’ordre des Arts et des Lettres de France. Sus murales forman parte del patrimonio artístico de la Universidad Central de Venezuela. Fue Director de Cultura de la ULA y Consejero Cultural de Venezuela en Francia. Nunca ha dejado de pintar y exponer, hoy vive en Caracas con su esposa Janine. 


Los años en París

Los años que vivió en París fueron determinantes para este artista, ahí logró éxitos, pasó trabajo, conoció a su esposa y siguió estudiando. “Viví en el barrio latino todo el tiempo. Mi estudio estaba en la 33 de la rue Dauphine. Era una habitación grande con una ventana para la calle, tenía una gran cama y sobre ella una especie de mezanina que yo había fabricado para guardar los cuadros porque no había otro sitio. Los metía debajo de la cama o en la mezanina. Mi puerta no se cerró nunca, siempre la tenía abierta. El que quería llegaba a cualquier hora, de día o de noche. Venían muchas veces a comer y a compartir. A veces tenía muy poco, otras veces tenía algo más.  Ahí me visitaba toda la gente que venía a París. En mi estudio conocí al líder peruano del APRA Haya de la Torre, me visitaba el gran pintor cubano Wifredo Lam, también Alberto Magnelli el italiano y Maya Picasso. Era amigo de Max Ernst y su esposa Dorotea Tanning dormía la siesta a veces en mi cama. Cuando llegaba al estudio me enteraba de que ella estaba ahí”.

En esa época, afirma Vigas, “a veces no tenía nada, a veces había vendido dos cuadros y tenía dinero. Una vez me dieron una bequita tres personajes venezolanos que se reunieron para ofrecerle becas a algunos artistas: Alfredo Boulton, Miguel Otero Silva e Inocente Palacios. Eran como 90 dólares, eso me alcanzaba. Comía en el restaurante de la Escuela de Bellas Artes donde estudiaba grabado y siempre tenía algo en mi alacena. Sobre todo yo pintaba, todo el tiempo.

Una vez me inscribí en la Facultad de Medicina de la Sorbona para enterarme de lo nuevo. Asistí el primer año. Había muchos jóvenes venezolanos muertos de hambre que estaban enfermos y no podían pagarse un médico, entonces venían a tocarme la puerta y me decían: ‘dime qué tengo, qué me hago’. Yo generalmente los mandaba a un hospital donde tenía amigos”.


Picasso, un capítulo aparte

En París el maestro Vigas tuvo contacto con notables artistas del siglo XX. Mucha gente visitaba su taller y gracias a Villanueva cosechó valiosas relaciones. Sin embargo, haber conocido a Pablo Picasso constituye un capítulo aparte en su vida. “Eso fue porque en el año 53 el Ateneo de Valencia celebraba los 400 años de la fundación de la ciudad y me pidieron que consiguiera algunos cuadritos de pintores amigos. Yo hice una lista de 110 y comencé a mandar obras de los más famosos. En Venezuela surgió un problema porque las retenían en la aduana.  La directora del Ateneo, Frida Añez, me parece, creyó que si invitaba a Picasso eso podía ayudar. Por eso fui a verlo, aunque no lo conocía.

Me acompañó el pianista Humberto Castillo. Esperaríamos al Maestro en la puerta de su casa “Villa California”. Sabíamos que iba a salir porque había corrida de toros. Eso lo averiguamos yendo al sitio donde estaba el chofer.  Nos montamos en el pretil de una casa para ver el patio y estaban lavando el carro, era un taxi de esos antiguos. Eso quería decir que iban a buscarlo.  Volvimos en cola hasta Super-Cannes porque había huelga de transporte y esperamos hasta que llegó el carro con el chofer. Entró, cerraron la puerta y al ratico salió con Picasso. Humberto lo paró y le dijo ‘un amigo quiere invitarte a una exposición en Venezuela’. Él nos pidió volver en dos horas.

Eran las 7 de la noche cuando regresamos. Picasso nos hizo pasar a la sala donde acababa de comer. Desde entonces fue una gran amistad, aunque duró poco.

Mandé la obra a Venezuela y una carta donde él aceptaba ser Presidente Honorario de la exposición. Pero en el Ateneo cometieron un tremendo error, le dieron el Gran Premio a Mannesier y dejaron de lado a Picasso, Léger y Ernst. Además, como no tenían dinero para el catálogo buscaron a la compañía Shell. Pagó con la condición de que pusieran a Pérez Jiménez Presidente Honorario. Entonces, sacaron a Picasso. Cuando recibí los catálogos en París nunca se los llevé por vergüenza y tuve que esconderme de los amigos venezolanos que me decían traidor y esbirro. Tardé 50 años en enterarme por qué habían puesto a Pérez Jiménez”.


Los murales de la UCV

Entre los trabajos más significativos de Oswaldo Vigas están los cuatro murales de la Ciudad Universitaria de Caracas. Esas piezas forman parte del conjunto de obras que han hecho de este recinto Patrimonio Mundial de la Humanidad declarado por  la UNESCO. “Los murales fueron elaborados en París y enviados a Venezuela en cajas. Estaban cortados en pedazos y tenían unos planos para armarlos. Los realicé en un estudio grande con un techo muy alto. Se hacían en el suelo y yo me montaba en una escalera de 10 ó 15 metros de alto para verlos desde arriba y corregir”.

Gracias a ese trabajo hizo amistad con Carlos Raúl Villanueva a quien no duda en calificar como uno de los seres más importantes que ha conocido. “Fue un gran amigo que me dio muy buenos consejos y cada vez que iba a París me invitaba a comer, cosa que yo agradecía muchísimo. Lo conocí porque compró un cuadro en la exposición que hice en el Museo de Bellas Artes en 1952. Desde entonces lo traté y cuando iba a Francia me buscaba. Un día me escribió mandándome los planos de la Ciudad Universitaria y me pidió que hiciera los murales. Me decía como consejo siempre: aféitalos, elimina el barroco; porque mi obra era muy barroca. Entonces empecé a eliminar cosas y a simplificar”.  


Un hombre primitivo

La polémica de Vigas con los cinéticos ha sido pública y notoria en la historia del arte contemporáneo en Venezuela. Su amistad con muchos de ellos estaba marcada, paradójicamente, por el compañerismo y la enorme distancia que había entre sus necesidades expresivas. Oswaldo Vigas no compartía, y aún hoy lo sostiene con vehemencia, la relación que el cinetismo y muchos otros movimientos artísticos del siglo XX tuvieron con la ciencia, la tecnología y la racionalidad. Su camino por el arte está apartado de las grandes autopistas tecnológicas de la civilización occidental. La suya es una vía lateral, agreste, fronteriza y apegada a emociones profundas. El taller que tiene en Caracas es un espacio donde conviven sus obras con huaco retratos precolombinos, objetos rituales e ídolos de civilizaciones antiguas. Su imaginario está cargado de ese aspecto no civilizado que James Hillman llama el “alma animal”. Es —siguiendo a este psicólogo norteamericano— similar al de “los pintores franceses que buscaron los mares del sur y las máscaras africanas para salirse de la historia, para sabotear su influencia civilizadora”. Sólo que Vigas no estaba dando un salto al sur porque de ahí venía. Su movimiento fue un giro a sus propias emociones, al sonido primordial de la naturaleza de su identidad.

Una vez, el maestro Víctor Valera pasó saltando sobre unos cuadros que Vigas tenía en el piso y le dijo “carajo Vigas estás en la prehistoria”. Para él fue, de alguna manera, revelador.“No le dije nada en la época pero después pensé: es verdad, yo soy un hombre prehistórico. No lo niego, me gusta serlo y creo que la prehistoria es lo más bello que tuvo la humanidad. No creo en la ciencia en el arte. El arte es emoción y la ciencia es razón, son dos cosas diferentes”.





Nota: la imagen fue obtenida del site de la Galería de Arte Ascaso. http://www.wonderl.com/ascaso/wallpapers.asp

lunes, 6 de septiembre de 2010



“Who wandered around and around at midnight in the
railroad yard wondering where to go, and went,
leaving no broken hearts”
Howl, Allen Ginsberg





LA CARACAS INVISIBLE EN EL CARTEL POP DE YANETH RIVAS


Hay una ciudad invisible que nos respira encima, nos rodea y determina; ausente de los mapas y las historias tradicionales. Es la que termina revelándose en la mirada inestable de quienes cumplen el ritual de deambular, marcar y desear desde lo anónimo; como lo hace Yaneth Rivas en su tránsito por el laberinto “hardcore” que es la Caracas profunda. “Sólo el que sabe oler la noche y rastrear la calle tal cual sabueso, tal cual el ave”, como dice la lírica del grupo venezolano System Crew, puede entender la vida de esa urbe tensada hacia los límites de sus espacios; donde ocurren  insólitas experiencias humanas. Y, quizá, no humanas.

 De este lado del planeta, en Latinoamérica, unos recorren las avenidas como pueden, otros están obligados a habitarlas y pocos asumen el riesgo de errar, a través de ellas, movidos por el deseo de la mirada. Y es que el mapa de cualquier metrópolis puede ser la representación gráfica de un territorio visible o la experiencia invisible de un circuito vacilante. El primero está en las fotos turísticas de las publicaciones oficiales. El segundo en las imágenes movidas de aquellos que usan los buses y el metro, ruedan por las autopistas o flotan en los ríos que las cruzan, caen del cielo desde los satélites de Google o saltan desde el fondo de las alcantarillas cuando el hambre pega. Hay quienes cuelgan de las ventanas de los rascacielos mientras otros escapan delante de las balas de policías, ladrones, amantes celosos, fanáticos o políticos.

 Caracas, la invisible, late entre sus habitantes de muchas formas. Es una urbe ilustrada, empapelada y tatuada. Sus espacios aparecen tomados a diario con saña pornográfica y canibalizados con desesperación. Es la ciudad de los ojos, de los testigos, de lo expuesto a través de las relaciones visuales. También de los ciegos y los adaptados a formatos mediáticos.  En el  juego de lo superpuesto sus paredes han acogido miles de kilómetros de spray, papel y basura.  En la porosidad de su ineptitud social los límites —públicos y privados— han dejado de contener a los delincuentes, a los invasores y a todos los que se cuelan en el discurso circular de la ausencia de verdad. Para quienes observan sus misterios las calles son un archivo gráfico lleno de carteles, esténciles y murales efímeros. Para los que transitan desprevenidos es el lugar de los gritos, los aullidos y los mordiscos anónimos, hechos por seres insólitos, que miran, desde el  misterio de unas firmas irreconocibles, a los ciudadanos que pasan a su lado una y otra vez.  Yaneth Rivas, artista-caminante,  se cuela entre la doble ficción de observadores y transeúntes para estetizar, a través de las mitologías de la periferia, por acumulación  y multiplicación.

La invisibilidad es una consecuencia del movimiento, por eso la Caracas de las miradas es una capital borrosa; escondida tras el silencio político y petrolero que los medios distribuyen a través del planeta. Es la de los iconos pop de nuestro imaginario —Walter Martínez, los policías de Caracas, Irene Sáez o Lina Ron, Popy, José Gregorio Hernández y muchos otros— reconstruidos con ironía por  esta  artista venezolana en lo que podemos llamar, desde Marshall McLuhan, un anti-ambiente tecnológico; pero también anti-mediático, anti-moda, anti-cultura (como contra-cultura) y anti-poder. Un espacio estético camuflado por la cotidianidad de miles de mensajes bastardos, caníbales y anónimos que recitan furiosos como lo hace el dúo de raperos CAN+ZOO en el verso: “tú sabes quien soy yo, yo no sé quién eres tú”.
     
Los discursos de la urbe profunda son visibles sólo a gran velocidad. Están en las firmas de quienes la recorren con una lata de spray en la mano, en las huellas de los Converse desgastados de tanto “patear el pavimento”,  en el espacio que hay entre un cartel y otro, en las bicicletas-prótesis que derrapan mientras danzan sobre el asfalto, en los piercing donde lenguas enganchadas recorren un beso, en el tatuaje que no es un dibujo o en el Scratch que no araña un disco sino que marca el mapa de los deseos. Ahí donde se movilizan tribus que existen únicamente por el simple motivo de transitar y mirar.  Donde la acción visual de Yaneth despliega lo obvio sobre lo obvio, lo urbano sobre lo urbano, lo popular sobre lo popular, lo desechable sobre lo desechable sin olvidar la naturaleza transparente de nuestra ciudadanía.