MAKE OIL GREEN
Los artistas son las antenas de la raza. Ezra Pound
Los seres humanos hemos modificado nuestra percepción hasta tensarla lo suficiente como para ubicarnos en un punto distante a la naturaleza. Cuando nos referimos a ella las palabras y las imágenes organizan el espacio desde la clara división que hay entre un sujeto que señala y un objeto señalado. Permanecemos, geográficamente, por lo común, frente a ella, a su lado, arriba en el cielo o debajo en el subsuelo. La observamos a distancias tan extremas como las que permite la astrofísica o la nanotecnología. Para conservarla o alterarla siempre estamos yendo a su encuentro. La estudiamos para tratar de dominarla y la modificamos hasta llegar a padecerla. Ella es, desde tiempos inmemoriales, tanto fértil generadora de vida como destino de la materia muerta. Una y otra vez reafirmamos nuestro ego frente a ella quedando aislados en esa autonomía. De esta forma, hemos perdido la capacidad de reconocer la brecha, no menos imposible que artificial, donde nos hemos hecho distintos a nuestro medio ambiente.
El siglo XXI es justo el límite catastrófico de esa pérdida, quizá la última oportunidad para comenzar a preocuparnos. Por lo tanto, es la época de hacernos preguntas como la siguiente: ¿en qué tiempo y bajo qué condiciones comenzamos a sentirnos fuera de la naturaleza? Claro está, no hay una respuesta única a semejante problema. Clarence Glacken, en su libro Huellas en la playa de Rodas, ha revisado el tópico de la división entre hombre y naturaleza para formular ideas al respecto. Ahí se cuestiona si éste “¿se inició en tiempos primitivos, cuando el hombre se vio claramente muy semejante a los animales en muchos aspectos, pero no por ello menos capaz de hacer valer su voluntad sobre algunos?”
Hombre y voluntad han sido inseparables a través de la historia de la cultura. Es la simbiosis que ha impulsado los intentos de dominio, conquista, clasificación, construcción y argumentación de los procesos naturales. Con el mismo énfasis guiaron el desarrollo racional que construyó el poder central en la modernidad y la hiperespecialización que condujo a su dispersión en la postmodernidad. Numerosas representaciones lingüísticas e icónicas son vestigio de ello. El asunto, que nos atañe aquí, es si debemos asumir que son los signos de la distancia que el hombre colocó entre él y la naturaleza o, contrariamente, si lo son de la expulsión que padeció por el efecto de nuestras acciones opuestas a su sistema de auto-conservación.
Cuatro momentos -de tantos referibles en un estudio completo- logran ilustrarnos nuestras expulsiones de los ciclos del orden natural. El primero voy a ubicarlo en el Retablo del Juicio Final del Bosco. Ahí está escenificada la salida de Adán y Eva del Paraíso. Es, de carácter cósmico y divino, el destierro del orbe primordial donde estábamos incluidos en la Creación. Otro lo sitúo en la simbología de La torre de Babel de Pieter Brueghel el Viejo. Ahí advertimos la pérdida de la unidad de nuestra propia consciencia: la división de las lenguas y la cultura. La torre es el fin del origen común decretado por la especialización: división del poder, del trabajo, del conocimiento y de las tecnologías. Por su parte, en la pintura Lluvia, vapor y velocidad de William Turner encuentro la expulsión del hombre de la unidad del espacio y el tiempo. Ese raudo tren que cruza el Támesis, arquetipo de la tecnología moderna, rompe el misterio de la niebla espiritual de la historia. Es el elogio de un futuro que nos apartará, definitivamente, de los ciclos eternos de la naturaleza. Finalmente, Rolando Peña en su video-instalación El derrame, expuesta en 1997 en la Bienal de Venecia, asoma un tipo de expulsión potenciada en la imagen del petróleo. Comienza sostenida por la metáfora de la tecnología audiovisual que separa nuestro lenguaje de la naturaleza. Los mass media recrean un medio ambiente simulacro capaz de regenerarse artificialmente en tiempo real. Luego se expande con el derrame petrolero; un flujo interior de materia oscura que es la expulsión de nuestra posibilidad de convivir con ella sin contaminar y depredar. Y quizá esto anuncie la desaparición de nuestra especie; expulsión final del sistema biológico.
1. MAKE OIL GREEN
El arte, la literatura y ahora en la comunicación social elaboran discursos a partir de las mitificaciones forjadas por la necesidad que tenemos de domesticar la realidad. Las estructuras simbólicas nos han permitido sistematizar en el lenguaje lo aparentemente inconmensurable. Pero después de milenios sobre la Tierra, habiendo lidiado con nuestros miedos al cosmos y a Dios, inmersos en la ilusión de tener un control racional sobre todo, ¿cuál es realidad que debemos domesticar? Hoy nuestra especie se afirma poderosa en el conocimiento de los procesos de la vida: la biología. En la posibilidad de investigar y comprender lo que no estaba concedido a nuestros sentidos: la física cuántica. Y en el dominio del lenguaje abstracto que nos permite abordar los misterios de todos los sistemas: la matemática. No obstante, a la vista de tanto progreso, parece baladí buscar la respuesta del lado de la naturaleza que consideramos en parte dominada. Esa de la cual, a pesar de nuestra autoafirmación racional, hemos sido expulsados. Por lo tanto, quizá sea necesario perseguirla en los fragmentos de nuestra propia condición humana; la que consume y contamina tecnológicamente al planeta. Y es, justamente ahí, donde Rolando Peña trata de responder desde el arte con la instalación multimedia Make Oil Green.
La máquina es el mito que sirvió de colofón a la autoridad del hombre moderno. Es su símbolo protector frente al misterio. La tecnología, erigida como sistema universal del dominio del conocimiento es el epítome de nuestra propia transformación hacia lo post-humano. El siglo XXI está más allá de la acción mecánica, la máquina es también inteligencia artificial y sistemas en red. Su influencia se ha extendido a lo que la norteamericana Donna Haraway ha definido como Cyborg: esa entidad que integra lo cibernético y lo orgánico en una multiplicidad que supera la ortodoxia del holismo y la añoranza del origen común.
¿Es esto un final utópico para nuestra especie? ¿Es un salto evolutivo que reconoce nuestra autonomía racional? No podemos saberlo aún. Sin embargo, estamos a tiempo de construir otro futuro. Lewis Mumford, en el siglo XX, afirmó que existe una alternativa humanizadora frente al dominio de la máquina, y no es otra que integrar más arte a su constitución técnica. Y, en este sentido, elaborar en una relación más personal y dialogal. También para Marshall McLuhan el artista tiene la facultad de corregir la distorsión que crean los ambientes tecnológicos. Make Oil Green sugiere, desde estas perspectivas, un espacio de conjunción con la naturaleza sin olvidar la constitución y el conocimiento que tenemos hoy.
Pablo Picasso afirmó “cuando pinto, siempre trato de dar una imagen que la gente no espera, y más allá de eso, que rechaza. Eso es lo que me interesa”. Esa acción produce un giro capaz de mover de forma inesperada nuestra percepción, siempre codificada por los ambientes tecnológicos, hacia lo aparentemente oculto. Acostumbrados, como lo vislumbró McLuhan, a la programación soporífera de tecnologías que nos atrapan en materiales, pensamientos y percepciones estándares nos encontramos propensos a sentir el arte contemporáneo como un salto al vacío. Sin embargo, una vez re-entrenada nuestra percepción por ese cambio estamos liberados gracias a su reacción como anti-ambiente opuesto al patrón tecno-digital de nuestra cultura. Entonces, nos conectamos con lo que éramos incapaces de ver. Hoy sobre infinidad de capas de información, datos, emergencias por derrames, discursos políticos y soluciones técnicas la globalización ha creado un ambiente tan denso que tapa al medio ambiente que habitamos. Make Oil Green, en el despliegue de su estética verde, propone la inversión transgresora de tan desmesurado estado de saturación mediática.
Opuesta al caos que supone el recalentamiento global, esta instalación sugiere una armonía con aquello que hemos dejado de ver y sentir. La medida de su espacio y la medida de la conciencia que se activan ahí no son las del mundo euclidiano. Se trata de una red que integra la experiencia del espectador con la de la naturaleza. Esto ocurre a través de los sentidos, del conocimiento y del flujo tecnológico. Lo humano activa el intercambio entre el glaciar central -suerte de tótem vivo que introduce el sonido del deshielo, el movimiento del agua y la profundidad del frío-, las imágenes digitales de los barriles de hielo cayendo y el video del calentamiento global. Procura, asimismo, nuestro cuerpo. Con él hacemos un recorrido circular sobre el espacio cuadrado de la sala, metáfora de un problema matemático irresoluble. También, multiplicamos todas las perspectivas al interactuar con los espejos adosados a las paredes. Y, conforme a nuestro modo de ser digital, trocamos los bordes en nodos de comunicación gracias a la navegación virtual a través del blog y el web site creados para el evento.
2. ARTE, CIENCIA Y TECNOLOGÍA
Efectivamente, Make Oil Green, es un recorrido-imagen laberinto. Esta estructura arquetípica ha sido una constante en la obra de Peña. Pero, a diferencia de muchas de sus simbolizaciones en el arte y la literatura, en la instalación no constituye el tránsito complicado de una mente confusa. La razón es que en él lo más importante no es el tormento de sus múltiples divisiones sino el hilo -de Ariadna- que evita quedar eternamente desorientado en sus entrañas. Es decir, dentro de la trama multimedia y el recorrido físico multiplicado por los espejos hay un hilo teórico que mantiene la conexión entre el interior y el exterior: la relación arte-ciencia-tecnología. En toda la instalación las relaciones arte-humanidad-tecnología acuerdan la reactivación simbólica de nuestra naturaleza material originaria. Esa donde el proceso de la configuración que tenemos como seres humanos no es distinto del contenido de nuestra propia humanidad como naturaleza. El maquinismo, por tanto, es confrontado a la biología y la racionalidad utilitaria a nuestra capacidad creativa.
Rolando Peña nos propone en este proyecto premiado con la Beca Guggenheim algo que ha sido una constante en su trabajo desde Testimonio y Homenaje a Henry Miller: nuevas formas de mirar la existencia. En ellas siempre es superada la ilusión que la técnica contemporánea, siguiendo al físico David Bohm, ha construido con el fin de ofrecernos una realidad fragmentada. La tecnología dominante en los siglos XX y XXI ha formulado una vida opuesta a la integración de la totalidad de la experiencia. En Make Oil Green la relación arte, ciencia y tecnología es la consecuencia de una conciencia unificada cuya experiencia se expande del átomo al byte, del recorrido circular ritual a la navegación multimedia en red, de nuestra naturaleza biológica al medio ambiente del planeta y de la temperatura y el sonido del hielo a nuestra temperatura corporal y el sonido de nuestros movimientos. Toda esta complejidad encuentra su armonía en el pensamiento, pero no en el del individuo sino en el que ha surgido por la conexión de todo aquello. Es un principio de superación del ego y de la voluntad mitificada en las divisiones hiperespecializadas de la máquina. Es la integración de la suma de la inteligencia de ese sistema en una unidad que es considerada por místicos-científicos como Teilhard de Chardin o Krishnamurti como el espacio de una inteligencia que es capaz de la compasión y el amor. Eso devuelve nuestra humanidad a la naturaleza.
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