FERNANDO SUCRE
LENGUAS DE ENCAJE, OVARIOS DE ACERO
El poeta Víctor Valera Mora se preguntó en uno de sus escritos: “¿cómo camina una mujer que recién ha hecho el amor?” Fernando Sucre en sus pinturas invierte el sentido de esa duda y pregunta: ¿cómo hace el amor una mujer que ha conducido un Ferrari a 300 kilómetros por hora, que aun con un corset médico marcó sus labios en las pinturas de Rivera y en las ideas de Trotsky, que habla por la radio, que dirige un laboratorio de nanotecnología, que espía para una gran potencia, que posa desnuda después de haber sido policía o que conduce, con sus uñas pintadas, un avión invisible cargado de armas nucleares? Encaje y acero en los acrílicos de Fernando no son las antípodas de la seducción, sino el equilibrio perfecto entre la lengua que desea y la fuerza inagotable que viene del interior.
Sus imágenes brillantes, plastificadas y caricaturescas no ocultan nada. Son una mitología del descaro, de la cultura urbana popular sin tabú y de la recuperación de los clichés que nos hacen ciudadanos cosmopolitas, consumidores impacientes y soñadores de la era de la cultura como espectáculo. Es un arte sincero porque no oculta su falta de tradición y el desapego a la originalidad. La iconografía que se moviliza en las pinturas, las patinetas, las botellas y los objetos utilitarios de Fernando Sucre es la que se ha apropiado de nuestra tecno-civilización sin aura. No sólo del mundo que Walter Benjamin llamó la era de la reproducción mecánica, sino el de la clonación, las prótesis estéticas, los robots, de lo digital, de la comida chatarra y de todo aquello que saboreamos sin piedad por el sólo hecho de que queremos hacerlo. Un orbe, por demás, cada vez más dominado por lo femenino.
Este venezolano residenciado en Miami, que se ha apoderado sin reparos de todo lo que hemos visto en cine, TV, museos y bares, y que ha reciclado sin miedo desde su conciencia neo-pop, es un artista profesional. Esto quiere decir que lleva, a todas las actividades de la vida, su mirada plastificada en acrílicos; indispensable para sostener el ejercicio de su cotidianidad: pintar sin descanso. El resultado es una obra que hoy podemos asumirla como la expresión desenfrenada de todo los que nos provoca y hace sonreír de felicidad o picardía. Un paseo por lo que no puede ser denominado como un ejercicio de reflexión, y eso, claro está, es lo mejor. Es, no obstante, algo parecido a una práctica ya casi convertida en instinto el siglo XXI: el poderoso y feliz zapping frente al monitor HD de nuestra cultura pop y global.
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