miércoles, 11 de agosto de 2010

Ver la lectura




1. El riesgo de vivir en el siglo XXI

La publicidad, los medios radioeléctricos y digitales, y las corporaciones del espectáculo están determinados por los avances tecnológicos. La competencia creativa avanza aferrada a los sucesivos cambios de las tecnologías de la comunicación. Cada vez más se amplía el horizonte de los formatos extremos (gigantografías, IMAX y alta resolución entre otros), modelos y sistemas experimentales (dispositivos híbridos, equipos portátiles y sistemas de intercambio de archivos), y ambientes autónomos (Second Life, Twitter, Blogosfera, Facebook y Live Spaces). En este ámbito lo significante, es decir la exterioridad del mensaje o componente perceptual del signo se ha impuesto sobre el contenido. El simulacro visual constituye una suerte de piel congénita de los discursos mediáticos. La cultura en la comunicación persigue a las audiencias como una voz-imagen alucinante e inquieta. Una de las razones de este fenómeno pudiésemos encontrarla en la competencia mediática de nuestros tiempos. Para algunos críticos e intelectuales contemporáneos el resultado final ha sido la aparición de la “sociedad espectáculo”. Su síntoma: la puesta en escena estrafalaria de la cultura.

La saturación de mensajes en todos los ámbitos —desde una lectura crítica— inclina la balanza hacia la búsqueda de soluciones circenses para ser tomado en cuenta. Incluso, ocurre, en los mensajes tradicionalmente sustentados por la pretensión de objetividad y distancia como los noticieros. Esta realidad puede aceptarse como natural en la evolución de la comunicación o bien puede valorarse como apocalíptica, sin embargo es inevitable para todos. En este escrito no hay espacio para tomar partido por alguna de estas posturas, pero si es pertinente diferenciar la perspectiva, metodologías e intenciones de las corporaciones del arte y el espectáculo de las búsquedas expresivas de los artistas y maestros del diseño. Si bien ellos forman parte de un sistema de producción y de ese ecosistema saturado por los mensajes mediáticos, a su vez, obran con una autonomía que les permite investigar, crear y diseñar bordeando los límites del mercadeo.

Si hablamos de diseño es usual que el creativo reciba una serie de condiciones establecidas por un estudio de mercado. Sin embargo, también es posible que carezca de esa directriz y deba preparar las condiciones para ser efectivo frente a la audiencia. En ambos casos un diseñador opera dentro de unas circunstancias determinantes y aún así responde, en los problemas referidos a la forma y el espacio, desde su individualidad.

Los grandes maestros del diseño contemporáneo no son el artista autónomo de finales del siglo XIX y principios del XX. Tampoco son operadores integrados a una maquinaria corporativa. Menos aún artesanos entendidos en los problemas de las técnicas y los materiales pero ajenos a los aspectos comunicacionales. Ninguno puede construir un estilo personal porque debe renovarse según las necesidades de cada trabajo. Aún así han creado un sistema semiótico que los distingue. A esta forma o modo de ser del diseño, a este carácter de un autor que es complejo porque es en sí mismo un sistema lo he llamado, en un trabajo dedicado a Santiago Pol, “ethos del diseño”.

El riesgo de vivir e investigar la imagen —y este es mi ámbito de pensamiento e investigación hoy día— a partir de las condiciones que la postmodernidad —tardomodernidad, hipermodernidad o como llegue a llamársele— es que debemos pensar, investigar y dar razón de lo que está transformándose. Si tomamos con mesura ideas como la muerte de Dios, el fin de la historia o la post-humanidad podemos prepararnos y situarnos atentos en un espacio que se está moviendo. En las artes visuales resulta complicado, siguiendo los parámetros de la modernidad aún aceptados, ubicar a los diseñadores y las corrientes del Media Art. No podemos fijar la discusión en la belleza, tampoco en vanguardias que no existen y menos aún en formatos tradicionales. Cada vez es más difícil separar completamente las corrientes estéticas, como era usual, de la comunicación social y la tecnología. Nuevos medios y discursos emergentes exigen respuestas no tradicionales.  Por eso, la investigación en esta área está sustentada en una serie de interrogantes que necesitan ser pensadas no frente a la cultura mediática y visual de este siglo, sino dentro de ellas. ¿Dónde se encuentran los nuevos modelos estéticos? ¿Qué validez tiene el arte puro dentro de la cultura mediática post o tardomoderna? ¿Dónde ubicamos el arte contemporáneo? ¿Acaso es posible entender e investigar los conflictos de la belleza del siglo XXI fuera de las nuevas tecnologías? ¿Qué es un artista? ¿Cuáles son las nuevas relaciones entre arte y ciencia? ¿Podemos seguir pensando el arte desde el objeto? ¿Quién es un autor? Las respuestas tardarán años en surgir y satisfacer al ámbito académico, pero la investigación tiene un trabajo ineludible en este sentido.

Uno de los aspectos básicos para pensar la complejidad discursiva de nuestra época es librarse del yugo del romanticismo y otros movimientos intimistas del siglo XIX. Antes de ese momento estético, donde predominó un Yo creativo que se extiende hasta el siglo XX, el arte cumplió una función social, política, informativa y ecuménica muy clara. Era absolutamente funcional y doctrinario. Durante siglos el arte estuvo informando, educando y manipulando conciencias en las calles y las iglesias. Su consumidor era masivo hasta que se le encerró en galerías y museos. En el período barroco nadie hablaba de publicidad y sin embargo ahí estaban las pinturas y esculturas vendiendo ideologías. Hoy existe la publicidad y la comunicación social. Ahora son los anuncios, programas y objetos de consumo quienes están vendiendo belleza y contenido mitológico. Los intercambios entre comunicación social y discursos estéticos son cada vez más frecuentes. Los artistas se nutren de los medios, las industrias y los códigos de la comunicación contemporánea.  Por su lado, los diseñadores gráficos no escapan a la observación de los procesos creativos y muchas veces una misma persona cumple la doble función de artista y comunicador. Pero lo realmente importante es que las propuestas estéticas más arriesgadas están saliendo de la cultura de masas. La belleza, en el siglo XXI, está más cerca de los anuncios publicitarios, los objetos de uso cotidiano y las diagramaciones para los medios que de los museos. Muchos artistas han adoptado lo que para ellos significa una nueva posibilidad de expresarse asociada a códigos, materiales y técnicas que no existían cien años atrás.

El artista norteamericano Jeff Koons no duda en afirmar que “el arte es comunicación, es la capacidad de manipular a las personas. La diferencia con el mundo del espectáculo o de la política sólo radica en que el artista es más libre”.  Jenny Holzer, ‘neoyorkina’, aclara que “me encanta que mi material se mezcle con carteles publicitarios o con anuncios de cualquier tipo… y que se confunda con ellos”.  Y Barbara Kruger, norteamericana también y creadora de instalaciones donde los formatos de publicidad y propaganda predominan, explica que intenta “tratar las complejidades del poder y de la vida social, pero por lo que se refiere a la presentación visual, me esfuerzo por evitar un mayor grado de dificultad. Pretendo que la gente se sienta atraída a la obra”.            


2. Ver la Lectura

Ver la lectura es un ejercicio tipográfico que acopla literatura, comunicación social y diseño gráfico en un mismo soporte creativo y sensorial, y en un ámbito reflexivo común. Esta publicación, realizada por la Escuela de Letras de la UCAB en el año 2006, tiene su origen en un evento: la conmemoración de los 50 años de esa institución. Sin embargo, no está relacionada a las cinco décadas de historia transcurridas ahí, no es un aporte teórico o crítico, y carece de las condiciones para erigirse en un hito al que puedan recurrir generaciones futuras para preguntar sobre el estado de los estudios en la Escuela. Como todo ejercicio es una experiencia. Se sostiene sobre la estructura del sistema académico pero su carácter experimental lo distancia de la rutina de la academia. No es un texto literario sino un simulacro —término que vamos a entender aquí de la mano de Foucault como un elemento en la red de lo similar— que hace evidente a la palabra como marca de la literatura, al periódico como soporte efímero de la comunicación masiva y al diseño tipográfico como re-presentación, todo dentro de una práctica propia del ser moderno: leer. 

La producción de Ver la lectura exigió un trabajo interdisciplinario que llevó adelante un comité académico de selección de textos —cuya referencia teórica estaba en el pensum de la carrera—, y un comité de tipógrafos pertenecientes a varias generaciones y escuelas del país. La impresión estuvo a cargo del diario El Universal. La relación de ambos comités con el periódico, de la literatura con el diseño y de estos con la circulación masiva (30 mil ejemplares) dio las condiciones para la aparición de una propuesta donde la palabra es abordada como marca, estructura y signo gráfico en el extremo de su carácter expresivo.

El formato y el espacio plástico seleccionados para elaborar la publicación no son propios del ordenado sistema del libro sino el discurso experimental de la comunicación masiva, panfletaria y popular. Un ámbito discursivo donde es lícito que el tejido formado por el encuentro de las disciplinas que participaron se arme a partir de sus diferencias. Donde los textos escogidos son capaces de mostrar — es decir, evidenciar, exponer o manifestar porque hay una materialidad que se despliega y cobra sentido en el mirar — que las letras se actualizan en la experiencia de leer, en la certeza de que toda lectura es un acto de habla. Michel Foucault en Lenguaje y literatura afirma que “la literatura, en realidad, solo existe en la medida en que no ha dejado de hablar, en la medida en que no deja de hacer que circulen signos. Porque hay signos a su alrededor, porque ello habla, por eso, algo así como un literato habla”. 

La propuesta de esta publicación no era, como esperaban algunos en el ambiente de la literatura, un monumento. Aunque estuvo ligada a los 50 años de la Escuela de Letras no era un objeto conmemorativo que iba a fijar la memoria de la institución o de lo literario, no pretendía ser un registro antológico o una perspectiva crítica. Se trataba de una práctica que podemos situar no del lado de los grandes discursos, tampoco de los autores sino de la lectura. Esa práctica, en tanto evento transdiciplinario, transestético, experimental y lúdico era también una erótica. Estaba asociada al placer y al deseo que toda lectura produce por el acoplamiento de nuestros sentidos al texto. Sobre semejante fenómeno Umberto Eco afirma que: “Nada, ni una película ni una fotografía, se puede comparar con la felicidad de y sensación de plenitud que produce pasar los dedos sobre las páginas de un libro. El acto de la lectura, pausado y silencioso, tiene algo de majestuoso, de íntimo, de comparable con la sexualidad”.     

Ver la lectura encuentra su fundamento en la aceptación de que leer es un ejercicio para los sentidos. Si lo hacemos un acto consciente, alterando el texto en una mezcla discursiva que no esconde sino que afirma las diferencias, vemos aparecer el componente físico, sensorial y perceptual de esa experiencia que reúne literatura, palabra, diseño, cuerpo y mirada. Podemos afirmar con Barthes que la lectura produce un cuerpo alterado. También que leer es atravesar un número infinito de planos que enlazan la blancura del papel con los sentidos en dirección hacia lo escrito y la palabra con el goce del cuerpo en dirección contraria hacia el que escribe. Ver la lectura es ver esos planos, esas conexiones en los 19 simulacros que componen su estructura. Por ejemplo, la repetición de los tipos que conforman el nombre de la publicación, en el diseño hecho por Álvaro Sotillo para la portada, es una muestra del goce de volver la frase sobre si misma una y otra vez. El fragmento de la Rapsodia XIX de la Ilíada intervenido por la diseñadora Aixa Díaz entrelaza el texto en castellano con el griego. Y en esa relación se conectan el origen oral del canto homérico, sus interpolaciones, la selección hecha por María de los Ángeles Taberna, el valor de los signos lingüísticos, la selección tipográfica, las dimensiones publicitarias del formato en una complejidad que por un lado sostiene una erótica de las formas gráficas, de la literatura, del discurso masivo construida gracias a esos elementos que se acoplan. Esa erótica tiene su justificación en el placer que encontramos en las relaciones que corresponden a esa comunidad de discursos en un espacio donde, siguiendo a Barthes, “ningún lenguaje tiene poder sobre otro, es el espacio en el que los lenguajes circulan (conservan el sentido circular del término)”.  

Ver la lectura es la reafirmación de que la literatura es una disciplina cuya coincidencia con el lector está, también, asociada al mirar y en la ratificación de que lo tipográfico es un código visual que determina el sentido de todo texto.  Es, asimismo, un camino para hacer consciente y evidente esa erótica del texto que se mueve, del cuerpo que lo sigue, de los discursos que se cruzan, del formato que se expande para expresar ese misterio de una operación semiótica que está en el límite donde lectura y texto se encuentran. Ver y lectura asocian en una misma espacialidad cuerpo (gráfico y biológico) con literatura, ahí se produce un susurro que para Barthes “implica una comunidad de cuerpos” que al entrar en contacto unos con otros producen “ruidos del placer donde no hay voces que se eleven, guíen o se separen, no hay voces que se constituyan; el susurro es el ruido propio del goce plural, pero no de masas”.  

Nota Bene: bibliografía en reserva. Si usted va a hacer uso de este texto cítelo correctamente y haga la referencia adecuada.©Humberto Valdivieso

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