FEDOSY Y EL BLUES
Por
la mañana temprano, antes del día
El
blues baja a mi encuentro
Muddy Waters
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a Instrucciones para leer este libro me
hizo pensar, después de mucho tiempo, en los viejos bluesmen que conocí gracias a la colección afroamericana del Dr.
James Scott. La primera vez que lo terminé provocó en mí un feeling particular. Sentí que ahí se
estaban moviendo formas expresivas, humores creativos y ciertos tonos que
llamaban al lector desde territorios más bien profundos. La segunda lectura
dejó atrás lo sensorial y fue restituyendo, de forma concreta, en mi memoria,
los sonidos oscuros de las piezas musicales de aquellos maestros, la despiadada
cotidianidad de sus versos, las expresiones fascinantes –por posesas,
desfachatadas y eróticas− de B.B. King, Lightnin Hopkins, Howlin Wolf o Little
Walter entre otros. ¿Cómo olvidar que nadie ha fumado con más estilo que
Lightnin Slim? Ni los Rat Pack pueden compararse con su talante. Todo esto
regresó entre líneas, como un polisón que indirectamente se ve tentado por la
trayectoria de la nave salvadora, y comenzó a forcejear con la lectura. No se
trataba de una competencia entre mi memoria y lo escrito, sino de un
acoplamiento; más bien fueron una serie de empujoncitos para calzar en el mismo
espacio. Y eso me condujo a través de una experiencia que terminó en las líneas de este
escrito.
Muchos
de los personajes que saltaron la barda exigiendo pasar de la memoria a la
lectura fueron –a mitad del siglo XX− seres acostumbrados al tránsito, a la
mudanza por deseo o por rencor, a itinerarios cuyas escalas eran las
dificultades y las promesas inconsistentes, o estrategias para lidiar con el
olvido al que estaban sometidos. Los bluesmen
viajaban en tren o en bus hacia el norte de los Estados Unidos. La decisión de
hacerlo era tomada por un impulso o una necesidad; de ahí que podían espetar con
premura: “voy a coger la primera cosa que eche humo y largarme”. Entonces emprendían
un extenso trayecto en busca de un destino mejor. Así los hoboes esparcieron el
blues por el territorio
norteamericano. Eran la voz cotidiana de un cuerpo social del que,
paradójicamente, querían diferenciarse: campesinos y obreros. Sus andanzas, sus
versos y sus peleas no eran épicas; olían a gente común. No había héroes sino
andariegos, nunca iban tras la conquista sino olfateando el rastro de la
ilusión. No había un caballo o una
espada con nombre sino una maquinaria que era un sonido, un ritmo, una lucha y
una oportunidad. John Lee Hooker cantó: "Cuando
me hice hobo por primera vez/ elegí como amigo a un tren de mercancías". Muchos de ellos vivieron y cantaron de forma
anónima, insertos en las corrientes de las grandes migraciones afroamericanas
dentro de los Estados Unidos.
Mi
lectura pasó por distintas etapas, sin embargo dos líneas terminaron de mezclar
las páginas del escritor con lo que fue el estilo de aquellos cantantes vagabundos:
“Era un hombre con una vida oculta, de allí que le fuese tan difícil hallarse a
sí mismo”. Al instante entendí que Instrucciones para leer este libro tiene
mucho de blues. Pero nadie debe
esperar una relación lineal o una referencia literal. Jamás la va a encontrar.
En verdad se trata de sus hechos cotidianos siempre alterados por conflictos
sospechosos, de sus notas oscuras, de la ironía, la felicidad provisional, los
crímenes torpes, la religiosidad que se acepta por conveniencia, su poesía
conceptualizada por una suerte aciaga, de la ternura capaz de convertirse en
una hojilla y de ese erotismo cochambroso que juega a la provocación cuando se
acerca a la sutilidad. Por supuesto, el libro de Fedosy es mucho más que mi
experiencia. Uno pudiese abordarlo desde sus relaciones con las complejas
tramas literarias que propone, desde sus asociaciones con lo cinematográfico o
con sus guiños a los teóricos postmodernos. Sin embargo, eso se lo dejo a los
críticos literarios y a los estudiantes de Letras.
Uno de
los aspectos que convierte a las instrucciones de Fedosy en un libro bluesman –no en el libro de un bluesman− es su particular compromiso
con lo cotidiano. A lo largo de toda la estructura –y a pesar de que así lo
anuncia en la segunda parte− la realidad nunca es “realismo”. Más bien es una experiencia donde conviven los
hechos y sus comentarios, los objetos y su carga simbólica, los ojos que miran
a la distancia y la mirada que está abrazando de cerca. Hay una mezcla de vida
diaria con esos clichés de la cultura popular que tensan la imaginación de los
ciudadanos anónimos. No hay un espacio de ficción que toma la realidad ni una
realidad que invade la ficción; los hechos ocurren porque son así, porque la
gente tiene esas emociones, porque hombres y mujeres se masturban, porque hay
medios de comunicación y están acompañándonos el día entero, porque consumimos,
porque hay hombres que se visten de mujer y viceversa, porque estamos sometidos
todos los días al test que nos pide fantasear con la idea de ser lo que no
somos, porque no hay forma de arrancarse los deseos, porque reímos en las
funerarias, porque hacemos del objeto más nimio la oportunidad perfecta para
una fe provisional, porque en nuestra realidad inestable “La gata zumbó/ La
gata cantó/ La gata berreó/La gata mugió//Barritó/Cacareó/Trizó…/y
finalmente/Al cabo de tanto destiempo/La gata maulló”. Y es eso, justamente, lo
que hace del texto una lectura controversial: la voz narrativa que construye
todas estas instrucciones no le tiene miedo al simulacro porque nació en su
era, en su clímax, en su definitiva instauración.
En
muchos de los relatos (¿Poesías? ¿Chistes? ¿Minicuentos? ¿Fragmentos?
¿Recuerdos?), como en el blues, todo
lo dicho le pertenece a una vida difícil y aún así anhelada. Los hechos tienen
un sabor penetrante a apetitos profundos que, muchas veces, ni siquiera encuentran
la oportunidad de huir de la imaginación. Por eso las soluciones no son
heroicas y están prestas a ser complacientes o, sin temor alguno, displicentes como
ocurre en estas líneas cantadas por B.B. King:
Miro
por todas partes a mi alrededor
Pero mi
nena sigue sin aparecer.
Como no
pueda echarle la mano encima
Me iré
al burdel (por allí es por donde andan rondando todos los hombres)
En Instrucciones para leer este libro podemos
saltar de “Yo soy uno de los pistoleros. Yo soy el duro de Clint”, a esa vida
que ocurre en baja resolución y de la cual nos quedamos prendados porque nos
pertenece: “Me despierta el llanto de un niño. Debo ir a buscarlo. Debo darle
tetero. No puedo seguir escribiendo (¿o durmiendo?)”. Momentos que terminan con
una despedida indiferente pero guiada por necesidades extraordinarias. Hay un
desplazamiento insólito encadenado a la promesa de volver a su origen natural,
hay un momento de quiebre donde todo es posible y ocurre, y es vivido con
intensidad. Sin embargo, no dura y esa es la verdadera revelación. Lo
asombroso, al final, siempre retrocede a su orden cotidiano. En ese movimiento
mordaz, irónico, sarcástico e hilarante el texto comienza a gritar “I get the
blues”.
El
libro de Fedosy no es una rayuela, ¡gracia a Dios! No hay jazz, hay blues. Su estructura
no es un sistema dominado por los saltos y la magia de la improvisación. Es una
libreta de mandados, una receta literaria, un documento ordenado por
instrucciones directas al lector; es la bitácora de un camino donde la lógica
no importa mucho, no porque el escritor persiga la maestría de la
deconstrucción, sino debido a que la ambigüedad y el claroscuro forman parte de
su humor: “Adiós, o al Diablo, da lo mismo”. Instrucciones para leer este libro es un libro artefacto. Es un
escrito guiado por la voz de un deus ex
machina que desdeña la posición central y no le da concesiones al poder;
que entra en escena desde el principio colgado en su maquinaria narrativa con
la labor de complejizar todas las situaciones y nunca resolver. Leerlo es
seguir seis mandatos cuya misión es intentar reagrupar la realidad. Y sin
embargo, su ironía y, por lo tanto, su acierto es que la dispersan.
Esta obra de Fedosy es, sin duda, un libro valiente para lectores valientes. Entrar en su territorio literario es someterse, hasta el final, a la imprecación: “Cierre el libro antes de que el libro lo muerda, gracias por leer el libro, amén: y no se olvide de esta frase reveladora”. Y si seguimos este mandato forjado, para nuestra suspicacia, con un tono religioso hemos de tener la seguridad de que no lo olvidaremos; como no olvidamos al blues una vez que nos ha mordido el ánimo para dejarnos contaminados de su humor.
Esta obra de Fedosy es, sin duda, un libro valiente para lectores valientes. Entrar en su territorio literario es someterse, hasta el final, a la imprecación: “Cierre el libro antes de que el libro lo muerda, gracias por leer el libro, amén: y no se olvide de esta frase reveladora”. Y si seguimos este mandato forjado, para nuestra suspicacia, con un tono religioso hemos de tener la seguridad de que no lo olvidaremos; como no olvidamos al blues una vez que nos ha mordido el ánimo para dejarnos contaminados de su humor.
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