martes, 14 de mayo de 2013

Fedosy y el blues




FEDOSY Y EL BLUES


Por la mañana temprano, antes del día
El blues baja a mi encuentro
Muddy Waters



Volver a Instrucciones para leer este libro me hizo pensar, después de mucho tiempo, en los viejos bluesmen que conocí gracias a la colección afroamericana del Dr. James Scott. La primera vez que lo terminé provocó en mí un feeling particular. Sentí que ahí se estaban moviendo formas expresivas, humores creativos y ciertos tonos que llamaban al lector desde territorios más bien profundos. La segunda lectura dejó atrás lo sensorial y fue restituyendo, de forma concreta, en mi memoria, los sonidos oscuros de las piezas musicales de aquellos maestros, la despiadada cotidianidad de sus versos, las expresiones fascinantes –por posesas, desfachatadas y eróticas− de B.B. King, Lightnin Hopkins, Howlin Wolf o Little Walter entre otros. ¿Cómo olvidar que nadie ha fumado con más estilo que Lightnin Slim? Ni los Rat Pack pueden compararse con su talante. Todo esto regresó entre líneas, como un polisón que indirectamente se ve tentado por la trayectoria de la nave salvadora, y comenzó a forcejear con la lectura. No se trataba de una competencia entre mi memoria y lo escrito, sino de un acoplamiento; más bien fueron una serie de empujoncitos para calzar en el mismo espacio. Y eso me condujo a través de una experiencia que terminó en las líneas de este escrito.  

Muchos de los personajes que saltaron la barda exigiendo pasar de la memoria a la lectura fueron –a mitad del siglo XX− seres acostumbrados al tránsito, a la mudanza por deseo o por rencor, a itinerarios cuyas escalas eran las dificultades y las promesas inconsistentes, o estrategias para lidiar con el olvido al que estaban sometidos. Los bluesmen viajaban en tren o en bus hacia el norte de los Estados Unidos. La decisión de hacerlo era tomada por un impulso o una necesidad; de ahí que podían espetar con premura: “voy a coger la primera cosa que eche humo y largarme”. Entonces emprendían un extenso trayecto en busca de un destino mejor. Así los hoboes esparcieron el blues por el territorio norteamericano. Eran la voz cotidiana de un cuerpo social del que, paradójicamente, querían diferenciarse: campesinos y obreros. Sus andanzas, sus versos y sus peleas no eran épicas; olían a gente común. No había héroes sino andariegos, nunca iban tras la conquista sino olfateando el rastro de la ilusión.  No había un caballo o una espada con nombre sino una maquinaria que era un sonido, un ritmo, una lucha y una oportunidad. John Lee Hooker cantó: "Cuando me hice hobo por primera vez/ elegí como amigo a un tren de mercancías".  Muchos de ellos vivieron y cantaron de forma anónima, insertos en las corrientes de las grandes migraciones afroamericanas dentro de los Estados Unidos.

Mi lectura pasó por distintas etapas, sin embargo dos líneas terminaron de mezclar las páginas del escritor con lo que fue el estilo de aquellos cantantes vagabundos: “Era un hombre con una vida oculta, de allí que le fuese tan difícil hallarse a sí mismo”.  Al instante entendí que Instrucciones para leer este libro tiene mucho de blues. Pero nadie debe esperar una relación lineal o una referencia literal. Jamás la va a encontrar. En verdad se trata de sus hechos cotidianos siempre alterados por conflictos sospechosos, de sus notas oscuras, de la ironía, la felicidad provisional, los crímenes torpes, la religiosidad que se acepta por conveniencia, su poesía conceptualizada por una suerte aciaga, de la ternura capaz de convertirse en una hojilla y de ese erotismo cochambroso que juega a la provocación cuando se acerca a la sutilidad. Por supuesto, el libro de Fedosy es mucho más que mi experiencia. Uno pudiese abordarlo desde sus relaciones con las complejas tramas literarias que propone, desde sus asociaciones con lo cinematográfico o con sus guiños a los teóricos postmodernos. Sin embargo, eso se lo dejo a los críticos literarios y a los estudiantes de Letras.

Uno de los aspectos que convierte a las instrucciones de Fedosy en un libro bluesman –no en el libro de un bluesman− es su particular compromiso con lo cotidiano. A lo largo de toda la estructura –y a pesar de que así lo anuncia en la segunda parte− la realidad nunca es “realismo”.  Más bien es una experiencia donde conviven los hechos y sus comentarios, los objetos y su carga simbólica, los ojos que miran a la distancia y la mirada que está abrazando de cerca. Hay una mezcla de vida diaria con esos clichés de la cultura popular que tensan la imaginación de los ciudadanos anónimos. No hay un espacio de ficción que toma la realidad ni una realidad que invade la ficción; los hechos ocurren porque son así, porque la gente tiene esas emociones, porque hombres y mujeres se masturban, porque hay medios de comunicación y están acompañándonos el día entero, porque consumimos, porque hay hombres que se visten de mujer y viceversa, porque estamos sometidos todos los días al test que nos pide fantasear con la idea de ser lo que no somos, porque no hay forma de arrancarse los deseos, porque reímos en las funerarias, porque hacemos del objeto más nimio la oportunidad perfecta para una fe provisional, porque en nuestra realidad inestable “La gata zumbó/ La gata cantó/ La gata berreó/La gata mugió//Barritó/Cacareó/Trizó…/y finalmente/Al cabo de tanto destiempo/La gata maulló”. Y es eso, justamente, lo que hace del texto una lectura controversial: la voz narrativa que construye todas estas instrucciones no le tiene miedo al simulacro porque nació en su era, en su clímax, en su definitiva instauración.

En muchos de los relatos (¿Poesías? ¿Chistes? ¿Minicuentos? ¿Fragmentos? ¿Recuerdos?), como en el blues, todo lo dicho le pertenece a una vida difícil y aún así anhelada. Los hechos tienen un sabor penetrante a apetitos profundos que, muchas veces, ni siquiera encuentran la oportunidad de huir de la imaginación. Por eso las soluciones no son heroicas y están prestas a ser complacientes o, sin temor alguno, displicentes como ocurre en estas líneas cantadas por B.B. King:

Miro por todas partes a mi alrededor
Pero mi nena sigue sin aparecer.
Como no pueda echarle la mano encima
Me iré al burdel (por allí es por donde andan rondando todos los hombres)

En Instrucciones para leer este libro podemos saltar de “Yo soy uno de los pistoleros. Yo soy el duro de Clint”, a esa vida que ocurre en baja resolución y de la cual nos quedamos prendados porque nos pertenece: “Me despierta el llanto de un niño. Debo ir a buscarlo. Debo darle tetero. No puedo seguir escribiendo (¿o durmiendo?)”. Momentos que terminan con una despedida indiferente pero guiada por necesidades extraordinarias. Hay un desplazamiento insólito encadenado a la promesa de volver a su origen natural, hay un momento de quiebre donde todo es posible y ocurre, y es vivido con intensidad. Sin embargo, no dura y esa es la verdadera revelación. Lo asombroso, al final, siempre retrocede a su orden cotidiano. En ese movimiento mordaz, irónico, sarcástico e hilarante el texto comienza a gritar “I get the blues”.     

El libro de Fedosy no es una rayuela, ¡gracia a Dios! No hay jazz, hay blues. Su estructura no es un sistema dominado por los saltos y la magia de la improvisación. Es una libreta de mandados, una receta literaria, un documento ordenado por instrucciones directas al lector; es la bitácora de un camino donde la lógica no importa mucho, no porque el escritor persiga la maestría de la deconstrucción, sino debido a que la ambigüedad y el claroscuro forman parte de su humor: “Adiós, o al Diablo, da lo mismo”. Instrucciones para leer este libro es un libro artefacto. Es un escrito guiado por la voz de un deus ex machina que desdeña la posición central y no le da concesiones al poder; que entra en escena desde el principio colgado en su maquinaria narrativa con la labor de complejizar todas las situaciones y nunca resolver. Leerlo es seguir seis mandatos cuya misión es intentar reagrupar la realidad. Y sin embargo, su ironía y, por lo tanto, su acierto es que la dispersan. 

          Esta obra de Fedosy es, sin duda, un libro valiente para lectores valientes. Entrar en su territorio literario es  someterse, hasta el final, a la imprecación: “Cierre el libro antes de que el libro lo muerda, gracias por leer el libro, amén: y no se olvide de esta frase reveladora”. Y si seguimos este mandato forjado, para nuestra suspicacia, con un tono religioso hemos de tener la seguridad de que no lo olvidaremos; como no olvidamos al blues una vez que nos ha mordido el ánimo para dejarnos contaminados de su humor. 






              

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